Todas las mujeres del caserío morían por enfermedades pulmonares, así que el médico recomendó a Teresa Mendiolea que emigrara a algún clima lejano. Era 1924, ... hace un siglo, y entonces llegaban noticias de un país en el otro lado del globo que ofrecía tierras baratas a los campesinos europeos: Australia. Mendiolea hizo las maletas en su caserío de Aulesti (Bizkaia), agarró a su marido y a sus dos hijos, navegaron un par de meses y se instalaron en Ingham, estado de Queensland. Allí plantaron caña de azúcar, un negocio tan duro como próspero: en los siguientes años Mendiolea adelantó los gastos de viaje y alojamiento a setecientos migrantes vascos, que se los devolvieron con sus sueldos como cortadores de caña.
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Mendiolea tuvo tres hijos más en Australia. Uno de ellos, Johnny, visitó el País Vasco en 1962, conoció a una chica de Lekeitio llamada Conchita, se casaron allí y se instalaron en Australia. Johnny y Conchita nos invitaron a cenar en su casa en el año 2000. Nos hablaron de la solidaridad entre los migrantes, de las veces que acompañaban a los recién llegados a tramitar papeles, de las fiestas, incluso de las colectas para repatriar cadáveres. Conchita recordaba su primer despertar en Australia: «Creí que estaba todo nevado, pero eran montañas de azúcar. Vi vacas, vi canguros». Y tras cuatro décadas en las antípodas había otra cosa que siempre le cruzaba la mente al acostarse: «De Lekeitio yo recuerdo hasta los gatos uno a uno».
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