Eugène nos cita a las ocho de la mañana en Malaucè. Nos invita a desayunar y empezamos a subir al Mont Ventoux. Andar es gratis, ... bromea. En la cena le hemos contado nuestras intenciones de hacer todo el Tour con dos mil euros. La etapa sale de aquí al lado, de Saint-Paul-Trois-Châteaux, pero nosotros vamos al monte. Caminamos un buen rato, hasta un claro. Es aquí, dice Eugène, aquí fue donde en su ascenso al Ventoux Petrarca se encontró con el pastor el 26 de abril de 1336. Le dijo que no subiera, que él lo hizo cincuenta años atrás y que solo encontró padecimientos. El poeta no le hizo caso y ese día empezó el Renacimiento, al subir al monte solo por el placer estético de contemplar el paisaje. Nos quedamos con la boca abierta –también por el paisaje–. Eugène saca un libro de su mochila: 'L'Ascension du mont Ventoux', Francesco Petrarca. «Para ustedes, para el viaje. ¡Y no den rodeos!», se despide riendo.
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Hay un papel marcando una página; abrimos el libro. Cuenta que Petrarca subió al monte con su hermano y que mientras este eligio el camino recto, el poeta dio un rodeo buscando una ruta menos empinada. Leemos: «Quería con ello posponer el esfuerzo de la subida, pero no cambia sus leyes la naturaleza por las mañas humanas, ni se puede lograr que algo material llegue a lo alto descendiendo». Y, mirándonos a los ojos desde ocho siglos atrás, apostilla: «Tras muchos extravíos, cansado y agobiado por la fatiga que innecesariamente has diferido, te verás obligado o a subir a la cima de la vida bienaventurada o a echarte cobardemente en el bajo valle de tus pecados».
O sea, que si queremos llegar a París no podemos seguir buscando caminos llanos y fáciles ni aplazar la realidad. Hay que aprovisionarse, pagar el camping, llenar el depósito de gasolina y afrontar el gran traslado al sur por autopistas caras que nos hacen cruzar el Rubicón de los mil euros. En los Pirineos viviremos al aire libre. El ciclismo es un deporte de pobres. Estamos en nuestro terreno.
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