Un 'Quijote' con sombrero de copa

El arquitecto donostiarra recuerda que unos bocetos dibujados un buen día de 2018 «mientras veía la tele» son el germen de este libro en el que treinta de aquellos esbozos se convirtieron en otros tantos dibujos ilustrativos de los relatos. «Eran bocetos azules y con un hombrecillo, desordenados, pequeños, como mero entretenimiento. Y comencé a colgarlos en las redes con un título rimbombante y al poco tiempo, percibí que cada ilustración era como el capítulo de un relato». Con un límite de treinta dibujos, Jiménez comenzó a escribir los relatos bajo una serie de reglas que se autoimpuso, entre ellas, «mantener el orden cronológico en el que los había dibujado con el objetivo de no pensar mucho, ni estar un año organizando los cuentos». El hecho de mantener ese orden y de que los escribiera en una semana «asumiendo que no soy escritor y que tengo mis limitaciones», dio como resultado un relato plagado de humor absurdo y situaciones surrealistas en las que el hombre del sombrero se maneja con soltura o, al menos, sin sobresaltos.

«Tenía muy claro arrancar la historia con un hombre en casa que decide salir para correr una aventura. Y la vuelta es igual de pragmática». A partir de ahí, el periplo del protagonista transcurre por caminos insospechados sin que la lógica tenga siempre mucho que ver. «La discontinuidad en el relato –explica Ekain Jiménez–, se resuelve gracias a un texto y una cierta manera de entender la narración como algo no lineal y de la que uno puede entrar y salir».

En un tono ingenuo, el autor desliza aceradas críticas contra el concepto de aventura, el viaje, la pedantería, la presuntuosidad o el uso deliberado del lenguaje críptico. «Hay una doble condición que debemos manejar con mucho cuidado y es hasta qué punto tenemos derecho a ser pedantes en nuestro oficio. Cuando el hombre del sombrero se pone pedante es porque al ser una ficción puede permitírselo, pero en la vida real es un error que cometemos cada uno en nuestra profesión. No sabemos explicar nuestra especificidad con un lenguaje normal».

Bajo la premisa de que «los viajes los construye uno mismo», Jiménez recurre a su pequeño personaje para elaborar algunas de sus propias ideas. «Hay un reflejo de mí en el hombre del sombrero, pero es mayor que yo y más cascarrabias», admite el autor.

Y los viajes vacacionales entendidos como un fenómeno masivo para las clases medias son uno de los objetivos preferentes de estas diatribas. «Hoy en día es hacer las maletas, subir al avión y en el momento en el que uno embarca a su destino, el propósito del viaje es que los demás vean en las redes sociales todo lo que hago. Por lo tanto, se rige en términos de espectacularidad e instagramización». Asegura sin un ápice de ironía que se vanagloria de «tener la habilidad de no viajar mucho porque me agobia, al menos en su versión ortodoxa del turismo moderno», que es justo lo que no hace el hombre del sombrero. De hecho, es todo lo contrario: «Busca resquicios en los que disfrutar de paisajes muy secundarios y de pequeñas anécdotas. Eso depende de la capacidad de cada uno para nutrirse de lo que ve». En este sentido, se muestra convencido de que nunca visitará el Museo del Louvre «pese a mi admiración por su contenido».

Reconoce, aunque con pudor, que puede que su hombre del sombrero tenga «algo de Quijote porque, sin dejar de ser un personaje realista, tiene una carga surrealista importante y el hombre del sombrero participa de esta tradición tan hispana». También admite Ekain Jiménez que esta incursión en la literatura es 'hija' de la situación profesional que atraviesa su gremio. «Los arquitectos: «Tenemos más tiempo libre porque no hay trabajo. Es así de claro. Y ahora hay muchos arquitectos que han visto la oportunidad de desarrollar algunas habilidades latentes», explica sobre la acusada y reciente proliferación de todo tipo de creaciones artísticas firmadas por arquitectos. «Yo llevo pintando y dibujando todo mi vida, y ya desde la crisis de 2008, la crisis de la profesión nos ha permitido tener más tiempo disponible para cultivar nuestra aficiones».

En su caso concreto, explica, «he logrado no trabajar diez horas al día por un poco más de dinero. No quiero recibir encargos que me mantengan entretenido 40 ó 50 horas a la semana porque me resultaba ridículo. Lo he hecho a la inversa: tengo una especie de media jornada aceptando unos encargos que pueda controlar y no todo lo que entra, así que en los últimos años he alcanzado una cierta dignidad. Para llegar ahí he tenido que pasar por una frustración importante porque nos forman para triunfar trabajando 90 horas a la semana. En el punto que estoy ahora, es al contrario».