Bajo el paraguas de Tabakalera
El Diario Vasco ha pasado un día de lluvia en el centro cultural. Basta un par de gotas para que se multiplique su población
«¿Qué hay que hacer para llevarse un libro a casa?», pregunta la mujer. Es una señora mayor, de pelo blanco y abrigo negro que permanece sentada en un banco junto a su paraguas. «Es que me gusta leer, pero que sea un libro pequeño, que no pese mucho», le pide al bibliotecario. Mala suerte. En Ubik, la biblioteca de Tabakalera, no hay novelas, solo libros especializados. «¿Quizá algún cómic?» A la mujer no se la ve muy convencida. «Yo quería un libro para pasarlo bien, como el de Alicia en el país de las maravillas». Al final se resigna, se levanta después de dar las gracias y se adentra en los pasillos con las manos vacías. Desaparece poco a poco, como Alicia de regreso al laberinto de la Reina de Corazones.
Hace más de tres horas que las escaleras, salas, pasillos, ascensores y patios de Tabakalera han despertado. El centro cultural donostiarra ha abierto sus puertas a las nueve de la mañana, pero le llevará un buen rato desperezarse. A esas horas de un jueves elegido al azar, los únicos sonidos que dan vida al enorme edificio son los de las suelas de los zapatos que rechinan en el suelo y los ecos de los tacones que retumban en gastados peldaños de madera. En el patio central, el corazón del inmueble, una joven coloca mesas y sillas en la terraza de la cafetería Taba. Los chirridos de las patas metálicas tienen mucho de lamento animal
Un grupo de jóvenes encuentra dos reliquias de otros tiempos. Se entusiasman con ellas.
En la calle ha comenzado a llover. Poco a poco va entrando gente, al principio con cuentagotas. Son los trabajadores de las salas, espacios, laboratorios, comercios, sedes y filmotecas que abrirán sus puertas a las diez de la mañana. Atraviesan el patio y se dirigen a las escaleras o los ascensores, las arterias de un gigantesco corazón que durante las próximas doce horas irán distribuyendo su carga humana por todos los rincones de un centro cultural que nació el 11 de septiembre de 2015 con más dudas que certezas, como todo lo que nace en Donostia.
Por el acceso de Cristina Enea entra un hombre de barba y cabello largos y desgreñados. Sobre su gabardina, que porta encima años de suciedad, lleva un chaleco acolchado, tampoco en muy buenas condiciones. El vagabundo se sienta en un banco, deposita en el suelo una pequeña mochila, enchufa el cargador de su móvil, come un bocadillo de chorizo del barato que empuja con tragos de Coca Cola y empieza a leer un libro tan ajado como su rostro. Parece Robinson Crusoe en espera del barco que le rescate.
Los bancos de Tabakalera son pequeñas islas donde se refugian muchos de sus visitantes habituales. Los que tienen un enchufe cerca son los más solicitados por los jóvenes magrebíes o subsaharianos que no cesan de entrar y salir del edificio a lo largo de todo el día, sobre todo por la tarde. Aprovechan el wifi libre, utilizan los ordenadores y las televisiones de Ubik para ver películas o se sientan en el suelo para dejar pasar el tiempo hasta que llega la hora de cerrar.
Los bancos más solicitados por los visitantes son los que tienen un enchufe cerca
La empanada
Han dado las diez, Tabakalera ya ha despertado del todo. El vagabundo se ha ido y su lugar junto al enchufe ha sido ocupado por una mujer que habla por su móvil en un idioma que suena a algún país del Este. El patio aún guarda un silencio que no rompen las escasas personas que desayunan en las mesas de la cafetería, ni la veintena de estudiantes que, algo más allá, reciben una explicación sobre Ekolingua solas-jokua, una actividad para hablar y reflexionar sobre el euskera jugando.
En las cinco plantas del edificio las puertas comienzan a abrirse. En el laboratorio de innovación Impact Hub, en el tercer piso, ya han empezado su jornada Eleonora, Xavi, Amaia y María, cuatro jóvenes que pertenecen a la ONG Surfrider España. No hay más que preguntarles para que se arranquen a hablar sobre lo que hacen. El suyo es un programa para organizar la recogida de basuras en sistemas acuáticos. No solo recogen, sino que también analizan los desperdicios y tratan de determinar los lugares donde se acumulan para facilitar a las administraciones las labores de limpieza.
Junto a puerta de Impact Hub hay un frigorífico con un cartel que explica su función. «Evita el despilfarro de alimentos. Tu excedente puede ser aprovechado». La idea de esta «nevera solidaria» es que cualquiera pueda depositar comida y que cualquiera pueda cogerla, independientemente de su situación económica. Es posible que sea una mala hora, pero el caso es que en su interior solo hay un táper con una etiqueta que describe su contenido. Resulta que es una empanada que alguien dejó hace tres días. Al menos eso es lo que dice el papel. Vista de lejos, cuesta imaginar su aspecto en un plato. Vista de cerca, también.
Dos niños juegan con sus raquetas en el prisma. Allí no hay nada que romper.
Esto se va animando. A Ubik acaba de llegar un grupo de alumnos de 3º de la ESO del colegio donostiarra Mary Ward. Los comanda Inés, su profesora de Lengua, y vienen a interpretar varias escenas de La Celestina en el pequeño estudio de grabación de la biblioteca, en la que a esas horas ya han hecho presencia los clientes habituales de la mañana, una mezcla de jubilados, inmigrantes, personas sin techo y estudiantes en busca de refugio, películas, videojuegos, ordenadores, sofás, tumbonas de playa, una discreta cabezadita y también sabiduría.
«No conocía el alcance de tu sufrimiento», declama Aritz ante la cámara, concentrado en su papel de Pármeno. El proceso de grabación lo controla uno de los mediadores de Ubik, que son más que bibliotecarios, como ellos insisten. Son también técnicos que asesoran a quienes acuden al centro para editar imágenes, grabar música, jugar, arreglar mecanismos electrónicos o imprimir objetos en tres dimensiones. Ejercen como profesores de educación no formal y no se sienten bien tratados profesionalmente, por lo que se han declarado en huelga. Las puertas de la biblioteca han permanecido cerradas durante todas las navidades para horror de centenares de padres que se han visto sin estímulos para sus niños en plenas vacaciones.
Aritz y sus compañeros de reparto, Nora, Paula, Adrián y Beatriz, continúan con su representación mientras en una de las salas varios de sus colegas de clase acaban de realizar uno de los mayores descubrimientos de sus vidas. Han encontrado dos objetos desconocidos, reliquias de tiempos casi prehistóricos, engendros de una era desaparecida que ellos no llegaron a conocer. Han hallado dos máquinas de escribir. Y, como es de suponer, se vuelven locos con ellas.
Artefactos prodigiosos
«¿Cómo funciona? ¿Cómo paso a la otra línea? ¿Cómo se borra si me equivoco? ¿Cómo se mete el papel? ¿Cómo se quita?». Las preguntas se agolpan sin cesar entre los jóvenes, que hacen cola para escribir frases en esos artefactos prodigiosos. Si les cobraran dinero, ellos pagarían sin dudarlo. «Yo quiero una», dice uno de ellos. «Mira qué bien hace círculos. Qué satisfacción», exclama una chica que acaba de hacer un agujero en una hoja con una perforadora de papel.
Son casi las once de la mañana y los ecos de hace dos horas son ahora murmullos en el patio central. El Taba se ha llenado de gente, varios miembros de la asociación Beti Ikasten, de Tolosa, atienden las explicaciones de un guía que les está mostrando el centro cultural y grupos de estudiantes, con su profesor al frente, ascienden por las escaleras de los pisos superiores. Los primeros carritos de niños del día ya han hecho su aparición. Tabakalera ha entrado en velocidad crucero.
«A menudo venimos aquí, sobre todo cuando hace mal tiempo», explica un matrimonio delante de un par de cafés mientras vigila de reojo las ansias de independencia de su hijo de ocho meses. Por las tardes traen también a su otra hija, de cuatro años. «Le das la merienda, se junta con los amigos del barrio y subimos a Ubik, donde pueden jugar». Parece un plan perfecto en un lugar idílico, una mezcla de cultura y ocio al resguardo del frío y de la lluvia; pero hasta en las mejores familias hay claroscuros.
El cuarto de baño
Tabakalera es un pueblo en el que todo se acaba sabiendo. El patio se ha transformado en una plaza mayor cubierta donde los padres relatan lo que han visto o las historias que han escuchado. Cuentan que muchos días tienen que venir coches patrulla de la Ertzaintza para detener a alguien o mediar en algún altercado, que casi siempre los protagonistas de los incidentes son magrebíes, que algunos de ellos han sido sorprendidos en los baños manteniendo relaciones sexuales y que cuando el alcalde viene de visita desaparecen misteriosamente, como si alguien hubiera hecho limpieza para no importunar al primer edil.
Salvo en las salas de exposiciones, donde quietud es la mejor palabra que define el ambiente, el movimiento es incesante en el edificio. En el patio comienza una nueva sesión de Ekolingua, esta vez vigilada por alumnos de Antropología de la UPV, que aprovechan la ocasión para hacer un trabajo. En la misma planta, Basque Living se prepara para recibir a los invitados a dos reuniones en las que Porcelanosa va a presentar un nuevo material, el krion. En Hiriki Labs, el laboratorio de cultura digital y tecnología de la tercera planta, alumnos de la escuela de diseño Kunsthal atienden a su profesor y estudiantes de Zubiri-Manteo imprimen en tres dimensiones unos logos de diseño propio. Un piso más arriba, una joven nigeriana, un ghanés y cuatro marroquíes participan en una sesión de fotos organizada por la coordinadora de ONGs Harresiak Apurtuz para una campaña dirigida a generar conciencia social sobre la presencia de inmigrantes.
Tabakalera se aletarga a la hora de comer, como si se preparara para la invasión de las cinco de la tarde. A esa hora comienza a llover con fuerza y asoman por la puerta del patio las primeras avanzadillas de niños con sus voluntariosos padres o abuelos varios pasos por detrás. Los carritos empiezan a tomar posiciones alrededor de las mesas del Taba, que no tardan en llenarse de bocadillos, aceitunas, vasos, bolsas de patatas fritas y estuches de pinturas de cera.
En Ubik el panorama ha cambiado. Ahora son los niños los protagonistas y los padres sus escuderos. Hay padres tumbados en el suelo entre bloques de construcciones intentando que ese genio prematuro que es su pequeño edifique algo parecido a la catedral de Burgos y otros que siguen atentamente y con envidia los progresos de sus chicos con los videojuegos. En una mesa, una madre ayuda a sus hijos con los deberes y no muy lejos hay otra que explica a los suyos cómo se mete un papel en una máquina de escribir. En la zona de cero a tres años un abuelo arrastra una colchoneta con dos nietos encima, una actividad que, como bien sabe cualquiera que haya tratado con niños, es divertida las diez primeras veces. A partir de esa cifra el entusiasmo decae considerablemente, aunque solo el del adulto.
La partidita
Hacia las cinco y media de la tarde solo hay cuatro carritos en la entrada de Ubik, pero no tardará en llenarse de cochecitos. Por suerte, hoy no es un día especialmente complicado. «Cuando llueve mucho hay gente que prefiere quedarse en casa», dice uno de los mediadores. Las peores jornadas son las de lluvia moderada, esas tardes plomizas de los sábados en los que los padres acuden en masa a Tabakalera como si fuera el único bote salvavidas del Titanic. Esos días la entrada a Ubik se llena de cochecitos y patinetes que colapsan los accesos y causan problemas de tráfico a empleados y usuarios.
La tarde avanza sin remedio, como todas las tardes. Grupos de jubilados ya han tomado posiciones en la mesas repartidas por el edificio para echar su partidita, algunos jóvenes juegan a ping pong y en el espacio diáfano del prisma, en la última planta, dos niños disputan un partido de tenis con sus raquetas y una pelota de espuma bajo la mirada de sus padres. No es mala idea, porque allí no hay nada que romper. Aquello sigue tan vacío como el día de su inauguración.
En el patio el griterío aumenta y en la cafetería no cabe un alma. Los bancos junto a los enchufes cotizan al alza, los que no encuentran sitio en ellos se sientan en el suelo para ver pasar la vida a través de sus móviles. En la tercera planta varios miembros de la comunidad de productos locales 'La colmena' distribuyen sobre una mesa frascos y envases que ya tienen propietario. «La gente los compra por internet y los jueves vienen a recogerlos». Son conservas de Hernani, condimentos de Aia, huevos de Zizurkil, queso de Amezketa, yogures, quesos o leche que observan desde la distancia un vagabundo y su perro, un animal que viste un jersey rosa. Parece avergonzado. No es de extrañar.
La jornada de Tabakalera va llegando a su fin. A las ocho cierran todas sus salas y oficinas, solo quedan abiertas, hasta las nueve, las zonas comunes del edificio. En el Taba toca el piano Adrián Martínez. Tiene 16 años y está aprendiendo por su cuenta. No lo hace nada mal. Los cochecitos empiezan a desfilar hacia la calle para ser sustituidos por los carritos de la limpieza. Cuatro ertzainas hacen una ronda por los pasillos mientras los vigilantes comienzan a dar el aviso del cierre definitivo. Ha sido un día tranquilo.
Ha llegado el momento de abandonar el centro cultural, pero antes no está de más echar un último vistazo a la nevera solidaria para ver qué ha sido de ella. Simplemente por curiosidad. Y sí, la empanada seguía allí.
En busca de la definición de una identidad reconocible
Tabakalera entra en el nuevo año con el reto de definir de modo nítido sus señas de identidad. Tres años después de su apertura tras una inversión pública de más de 70 millones de euros y con un gasto corriente anual de 5,9 millones, las instituciones quieren marcar una hoja de ruta que establezca una línea de actuación reconocible por la ciudadanía. La aprobación de un plan estratégico, el nombramiento de una nueva dirección cultural, en sustitución de Ane Rodríguez, y la apertura del proyecto del Basque Culinary Center en el prisma del inmueble, pueden suponer un punto y aparte en la trayectoria del centro. Por el momento, a expensas de la salida de Rodríguez en primavera, el consejo de administración ya ha realizado algunas modificaciones en la cúpula capitaneada por la directora general Edurne Ormazabal. El organigrama directivo incorpora a tres nuevos cargos: la directora de la biblioteca Ubik, Arantza Mariskal; el responsable del área de arte contemporáneo, Oier Etxeberria; y el director de la programación de cine y audiovisual, Víctor Iriarte, que se suman a Rodríguez y a la gerente, Oihana Zarra.
En lo que atañe al laboratorio de innovación en gastronomía digital LABe, que culminará la ocupación del prisma de Tabakalera, aunará gastronomía e innovación en una apuesta de las instituciones, que invertirán 2,3 millones, financiados por el Gobierno Vasco, la Diputación y el Ayuntamiento de San Sebastián. Esta nueva infraestructura, que incluirá un restaurante digital, estará operativa durante el primer semestre del nuevo año.
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