Activo en su tarea de investigación casi hasta el final de su vida
José Miguel Barandiaran seguía la actualidad con interés, aunque a veces le faltaban «varas de medir»
mario garcía
Lunes, 19 de diciembre 2016, 08:01
José Miguel Barandiaran apenas salía de su casa de Ataun los últimos años de su larga vida. El médico no le permitía más desplazamientos que un pequeño paseo no más de cinco minutos por los alrededores, lo que cumplía al pie de la letra. Así que las visitas que recibía con cierta frecuencia eran para él una distracción que aceptaba con agradecimiento. Quienes le visitaban por primera vez se marchaban con la sensación de haber conocido a un sabio y al mismo tiempo a un hombre humilde que, pese a su avanzada edad, no se resignaba a descolgarse del tren del vida y procuraba estar al tanto, y opinar, de las cuestiones que leía en los periódicos y que le llegaban a través de la radio y la televisión. Pero, como buen científico, no aceptaba por las buenas lo que se le presentaba. Incluso reconocía abiertamente que «en muchas cosas» era un escéptico. «No tengo un metro para medir» o «no tengo una vara para medir» eran dos de las expresiones que utilizaba para zanjar cualquier asunto del que no podía formarse una opinión por falta de pruebas.
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«Estupor» ante la muerte. Su escepticismo desaparecía, sin embargo, cuando entraba en el terreno de la espiritualidad, donde también apelaba a la razón: «Hay que preguntarse: ¿dependo de mí? Si dependiera de mí no me iría nunca. No somos de nosotros mismos, sino que dependemos de Otro que nos supera. Pensemos en ese Alguien», afirmaba. Por eso todos los días daba las gracias a ese Alguien por mantenerle vivo y con salud. La muerte le producía «estupor», según reconocía. Pasados los cien años defendía que «los seres humanos queremos vivir y la muerte es una negación total».
A José Miguel Barandiaran no le hacía demasiada gracia que llamaran aita. «Yo no tengo hijos ni hijas», argumentaba. Buen conversador, Barandiaran sí reconocía, aunque con humildad, que había contribuido a salvar algunas tradiciones que corrían el riesgo de desaparecer y urgía a las nuevas generaciones a rescatar el legado de sus mayores.
La letanía de los sueños. Tras superar en 1987 una gripe que le mantuvo en cama más tiempo de lo que hubiera deseado, un año después don José Miguel reconocía que el virus le había mermado las fuerzas y, aunque se sentía con ánimo de trabajar, el médico le había recomendado un ritmo de vida más pausado, lo que no llevaba muy bien. Con pesar, confesaba que dormía «¡ocho horas!, como el estudiante». Cuando su interlocutor le pedía que le aclarase qué era eso de dormir como un estudiante, a Barandiaran se le dibujaba una sonrisa pícara en la cara e indefectiblemente preguntaba: «¡Ah!, ¿que no conoce usted la letanía de los sueños?» Y sin esperar a la respuesta, recitaba: «Una hora duerme el gallo / dos, el caballo/ tres, el santo/ cuatro, el que no es tanto/ cinco, el teatino / seis, el benedictino/ siete, el viajante/ ocho, el estudiante/ nueve, el caballero/ diez, el majadero/ once, el rorro muchacho/ y doce, el borracho».
El médico también le había recomendado que saliese lo menos posible de casa en los meses de frío. «Es amigo», recalcaba, «pero me manda muchas cosas»...
Manuscritos. Por aquellas fechas tenía sobre la mesa varias fichas con anotaciones de campo que tiempo atrás había ido recopilando con el fin de convertir los apuntes en monografías de varios pueblos. En esos últimos años de su vida le tenía atareado un trabajo sobre la localidad navarra de Ezkurra. Escribía a mano. Decía que hubo un momento en que comenzó a mecanografiar los documentos, pero le aconsejaron que siguiera redactando de puño y letra. En clave de humor afirmaba que cuando él enviaba un original le devolvían una copia. Pero no se quejaba. «Bueno, yo sé por qué lo hacen: quieren conservar el original», subrayaba. Trabajo no le faltaba. Encima de la mesa tenía material para no aburrirse.
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Los tres tristes trogloditas. Haciendo memoria, don José Miguel no dudaba cuando se le preguntaba por la mejor época de su vida: apuntaba a los tiempos de estudiante en la Universidad de Leipzig, en Alemania, adonde acudió para completar su formación animado por el doctor Telesforo de Aranzadi. Allí fue discípulo del profesor Wilhelm Wundt. «A este le debo mucho porque me recomendó que dejara de leer y que viviera... porque para conocer las cosas hay que vivirlas. Pero yo creo que a Aranzadi le debo mucho más», aseguraba el sabio de Ataun. Pasado los años, Barandiaran formó parte de un equipo de investigación junto a los catedráticos Telesforo de Aranzadi y Enrique Eguren. «Nos llamaban los tres tristes trogloditas, pero de tristes nada, sino todo lo contrario porque hacíamos lo que nos gustaba», argumentaba don José Miguel.
Cuando no fue santo. Pero la investigación se detuvo abruptamente en 1936, a poco de haber sido ordenado sacerdote por causas ajenas a su condición y a su actividad científica. Le denunciaron y tuvo que exiliarse, lo que dio inicio a una de las etapas más tristes de su vida. Así lo explicó en una ocasión: «Estuve 17 años en el exilio, me tuve que ir porque por lo visto no era santo», a lo que añadía: «Sí, sí no era santo, o sea que seguramente no era franquista, que entonces era una de las condiciones de la santidad». Aunque reconocía que vivió bien en la localidad de Sara, adonde se exilió, se le hizo muy dura la ausencia de su tierra natal. No le permitían entrar porque le abrieron una ficha política donde figuraba que era «simpatizante de judíos y masones», además de «rojo y separatista». En 1953, el rector de la Universidad de Salamanca, Antonio Tovar, le invitó a pronunciar la lección que estrenaba la cátedra Manuel Larramendi. Barandiaran le contestó que no podía acudir debido a su situación de exiliado. Pero Tovar no desistió y se fue a Madrid para entrevistarse con el ministro de Instrucción, que entonces era Joaquín Ruiz-Giménez. Y así, Tovar logró que desapareciera aquella ficha política.
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A San Miguel por una promesa. Hombre de costumbres arraigadas, José Miguel reservaba la última semana de septiembre para subir al santuario de San Miguel de Aralar. No solo eran siete días de espiritualidad y contacto con la naturaleza; lo hacía también en cumplimiento de una promesa de sus padres. Al parecer, comenzó a acudir siendo un niño. A los nueve años cayó enfermo. Padecía un mal que entonces llamaban calenturas gástricas. Sus padres hicieron la promesa de llevarle al santuario si se curaba. Como sanó, la familia cumplió la promesa. Desde entonces, Barandiaran procuró acudir todos los años.
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