El pintor imaginario
Subastan por primera vez un cuadro de Nat Tate, una de las grandes bromas de la historia del arte. El escritor William Boyd se inventó a Nat Tate junto a cómplices como David Bowie. El mundo del arte mordió el anzuelo
CARLOS BENITO
Miércoles, 16 de noviembre 2011, 03:35
La casa Sotheby's acoge hoy en Londres la primera subasta de una obra de Nat Tate, un pintor neoyorquino que, como dice el catálogo, «ha alcanzado un estatus legendario». Según su biografía oficial, Tate se suicidó en 1960, arrojándose al Hudson desde el ferry de Staten Island, y su cuerpo jamás se recuperó. Tenía 31 años. También su arte estuvo a punto de perderse en las profundidades del olvido, pero lo rescató un libro publicado a finales de los 90 que reavivó el interés por su figura y sus cuadros, además de desvelar detalles sobre su relación con artistas de más talento o mejor suerte, como Picasso y Braque. Confiesen, ¿nunca habían oído hablar de Nat Tate? Cuando se editó aquel volumen que lo reivindicaba, el mundo entero del arte se encontraba exactamente en esa misma situación: nadie lo conocía de nada, pero prefirieron disimular y hacerse los entendidos, y mordieron así el anzuelo de una de las bromas más conseguidas de la historia de la cultura. Tate, el artista borracho que pintaba puentes, nunca existió.
Todo fue una creación del escritor británico William Boyd, que firmaba aquel libro de severo título: 'Nat Tate: un artista americano'. En él se dedicaba a repasar los recovecos de una biografía que, más o menos, todo amante del arte debería conocer, como se insinuaba claramente en algunos pasajes. Boyd relataba, por ejemplo, su propia visita a una galería de la calle 57, donde contemplaba sin demasiado interés bocetos de Warhol o Twombly pero se quedaba «impresionado» por el dibujo de un puente: «No necesitaba leer la etiqueta impresa para saber que era de Nat Tate», concluía el muy puñetero. En la obra se recogían supuestas declaraciones de Peggy Guggenheim -«era un gran amante», habría dicho la coleccionista, ya fallecida por aquel entonces- y se reproducían obras de Tate, pintadas por el propio novelista. La recuperación del artista, cuyo nombre resultaba de combinar dos galerías londinenses, la National y la Tate, culminó con una presentación por todo lo alto en su ciudad, Nueva York. Se celebró en el estudio de Jeff Koons, donde se reunió el 'quién es quién' de la intelectualidad local, incluidos ilustres como Paul Auster, Julian Schnabel o, bueno, Brad Pitt.
El cantante David Bowie, editor del libro y cómplice del escritor, leyó para los asistentes un extracto de la biografía. Él mismo poseía, según explicó, un pequeño óleo de Tate que había comprado a finales de los 60. «La gente es como es y no quiere parecer ignorante ni desinformada: muchos hablaban abiertamente sobre Nat Tate, recordando con afecto aspectos de su vida y exposiciones a las que habían asistido, o reflexionando sobre su triste muerte prematura», recordaba William Boyd el domingo pasado en las páginas de 'The Guardian'. La única persona a la que todo le sonó muy raro fue un periodista británico, David Lister, que fue preguntando a algunos críticos presentes en el acto si Nat Tate era muy conocido: «Menearon la cabeza con aire sabio y murmuraron: 'No demasiado bien conocido... no mucho... no tenía mucho nombre fuera de Nueva York... ya sabes, con los expresionistas abstractos, había un montón de seguidores...'». Al día siguiente, Lister se acercó a la calle 57 en busca de la galería mencionada en el libro, pero también era pura ficción. Él fue quien descubrió el engaño al mundo, aunque algunas víctimas ni siquiera se inmutaron: «Bueno, existen tantos artistas reales malos que prefiero oír hablar de uno bueno que no existió», reaccionó, impertérrito, uno de los embromados.
¿Acaso eran buenos los cuadros que improvisó Boyd? Nunca quedará claro, porque la propia anécdota sobre su origen les ha dado cierto valor en el mercado: Sotheby's espera obtener por la pieza subastada entre 3.500 y 6.000 euros, que se destinarán a fines benéficos. Los expertos de la casa calculan que hay dieciocho obras de Tate en circulación o en colecciones privadas, ya que, según la leyenda, el pintor lo quemó casi todo antes de quitarse la vida. La página correspondiente del catálogo, una lograda muestra del flemático humor inglés, describe el cuadro 'Puente nº 114' con la misma seriedad que cualquier otro lote: analiza la «clara influencia» de Paul Klee en el dibujo infantil del puente y se detiene en lo que vuelve «particularmente rara e interesante» la obra, la técnica para reproducir el agua. «Se compone de huellas dactilares: el pulgar y el índice de Nat Tate mojados en tinta y presionados contra el papel. Estas marcas, únicas y personales, son lo más cerca que probablemente lleguemos a estar nunca de la presencia física del artista».
Alfombrillas de baño
Nat Tate no está solo en el olimpo de los pintores inexistentes. El arte moderno siempre se ha visto expuesto a bromas de este tipo, que ponen en evidencia a los críticos más pretenciosos. Los años 20, tiempo de vanguardias, fueron prolíficos en travesuras: es célebre el caso de Pavel Jerdanowitch, único representante conocido del desombracionismo. Tras la pantalla de este ruso tuberculoso se escondía Paul Jordan Smith, un profesor de latín harto de que despreciasen como anticuados los cuadros de su esposa. El hacendoso Smith puso manos a la obra y pintó una estampa colorista en la que se veía a una nativa de los mares del Sur sosteniendo en alto una piel de plátano: su intención original era reproducir una estrella de mar, pero no le salió. Lo tituló 'Exaltación' y, no satisfecho con crear su propio artista, le atribuyó un movimiento -el desombracionismo, bautizado así porque se vio incapaz de pintar sombras- e incluso una imagen, la suya propia después de dejarse barba, cambiarse el peinado y maquillarse. Triunfó en su primera exposición y pronto le estaban entrevistando desde revistas de arte francesas. Más o menos contemporáneo suyo fue Bruno Hat, estrafalario sujeto que pintaba en la trastienda del comercio que regentaba su madre, en plena campiña inglesa, y que a menudo aprovechaba como soporte las alfombrillas de baño que se vendían en la tienda. Detrás de él se aguantaban la risa el escritor Evelyn Waugh y sus brillantes amigos.
En los 40, causó revuelo en Estados Unidos otro artista misterioso, Naromji, que incluía en sus obras recortes de revista, tiza y esmalte de uñas. «Me senté y pensé qué era lo peor que podía hacer», explicaría después el verdadero autor, Jim Moran, un publicista recordado en el negocio por haber vendido un frigorífico a un esquimal de Alaska. Pero, sin duda, el caso más desquiciado fue el de Pierre Brassau, un vanguardista francés redescubierto en Suecia a mediados de los 60. «Es un artista con la delicadeza de un bailarín de ballet», se extasió un crítico ante las cuatro obras presentadas en una exposición colectiva en Goteborg. En realidad, Pierre se llamaba Peter y era un chimpancé del zoo, al que un periodista guasón había facilitado lienzos, pinturas y pinceles. Al principio Peter estaba más interesado en comerse los colores, sobre todo el azul, pero después empezó a embadurnar aquellas superficies tan interesantes que le habían dejado en la jaula. El crítico que lo había puesto por las nubes no perdió la compostura al enterarse, no ya de su verdadera identidad, sino de su verdadera especie: «Sus cuadros -insistió con aplomo- eran los mejores de la exposición».