Cada día al bajar en el ascensor me hago esta pregunta tratando de obtener la respuesta correcta, pero por más que lo intento continúa rebelde. La vecina que me encuentro me tuerce el morro y me frunce el ceño. En la rotonda una furgoneta casi me embiste porque la cruza sin rodearla. Tengo problemas con el sueño... Y la plantita del despacho la he dejado secar, porque tras comprarla nunca la volví a mirar. Caigo en la cuenta de que son más grandes las bolsas de basura que llevo al contenedor que las que acarreo del supermercado. Y de que estoy engordando, porque de la silla me paso a la cama y viceversa. Me pierdo cada amanecer y todos los atardeceres. El monte solo lo veo en la televisión cuando se quema, y desde pequeña no refresco los pies en ningún río, ahora ya sin peces. No es la poesía la que embarga mi alma, sino el saldo de la cuenta, y tan apresurada voy que ya no me percato de tanta gente pidiendo mi ayuda. Creo que me he olvidado, que nos hemos olvidado por completo de ser empáticos y, hasta que no lo recordemos, será esquiva la felicidad.
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