Cada vez que dice a qué se dedica, debe estar preparada para escuchar los temores y las mil y un experiencias vividas a bordo de un avión de su interlocutor. Ya son años de experiencia y tiene el argumento perfecto para tratar de minimizar el temor a volar de sus pasajeros: «Tengo dos hijos. Si este vuelo no fuera seguro no estaría aquí». Lo dice completamente en serio. Carla Elorza es azafata desde hace 16 años en Air Nostrum y ha perdido la cuenta del número de veces que ha tenido que repetir esa frase en los estrechos pasillos del ATR-72, uno de los aviones que se ha convertido en su segundo hogar.
Es plenamente consciente de que volar no es plato de buen gusto para la mayoría de pasajeros, y menos aún en aeropuertos «cañeros» como el de San Sebastián o Loiu, donde los aviones se quedan a merced del viento los días que la meteo está un poco alborotada. Cuando los pasajeros empiezan a tomar asiento van identificando quién puede ser propenso a tener una mala experiencia durante el vuelo. «Es fácil darse cuenta, sobre todo quienes se agarran a los reposabrazos, se ponen erguidos y cierran los ojos al menor movimiento». Por eso, aunque haya turbulencias, trata de no perder la sonrisa, porque sabe que en esos momentos «un 80% del pasaje lo pasa mal» y busca en su expresión tranquila, la serenidad que ellos van perdiendo con cada bote.
Historias
Su frase más repetida.
«Tengo dos hijos pequeños. Si este vuelo no fuera seguro no estaría aquí». Es el argumento que utiliza, de forma sincera, para tratar de calmar a pasajeros temerosos.
Ataque de risa.
No pudo evitar la carcajada cuando, al hacer la demostración del chaleco salvavidas, un pasajero estaba roncando con un trapo en la cabeza y las gafas de sol por encima.
«En mi caso, miedo no paso pero sí ha habido situaciones que dan respeto». Así, recuerda un aterrizaje «complicado» que tuvieron hace un par de meses en Donostia. Y a continuación, repite otra frase que también forma parte del repertorio para tranquilizar a los miedosos: «Tengo confianza ciega en los pilotos con los que vuelo, es la pura verdad», afirma entre risas.
En 2001 cubrió su primera ruta como azafata entre Hondarribia y Madrid a las 7.30 horas de la mañana. Había terminado de estudiar en ISSA (Asistencia de Dirección) y fue seleccionada por la aerolínea tras presentarse de forma casual a la entrevista de trabajo. Tenía 22 años y su padre tuvo que llevarla en coche porque no tenía carnet de conducir. Los nervios, el agobio por no controlar el puesto de trabajo e incluso la tensión que le produjeron los movimientos propios del avión fueron desapareciendo a medida que iba sumando vuelos a su currículum.
Ojalá pudiera desprenderse también de la vergüenza a la hora de hacer la demostración para utilizar el chaleco salvavidas en caso de emergencia, pero no lo consigue. «La primera vez, pensé que me moría... Bueno, y a día de hoy lo sigo pasando fatal», reconoce. Su truco: mirar a un punto fijo, «fundamentalmente para que no me entre la risa, porque lo cierto es que la mayoría del pasaje ni te mira».
Claro que si justo delante hay un pasajero con un trapo en la cabeza, la corbata atada por la frente, las gafas de sol puestas por encima y roncando, abstraerse de esa situación es prácticamente imposible «y ahí sí, me empecé a reír». «Pueden ser pequeñas tonterías pero siempre decimos que el avión es como un Gran Hermano y todo se magnifica», apunta. ¿También en las relaciones sentimentales que surgen entre miembros de la tripulación? «Sí, alguna hay... Pensándolo bien, hay un montón. De hecho, mi chico es piloto también», exclama. «La conciliación es posible», aclara. Hasta que su hijo menor cumpla doce años puede acceder a una reducción de jornada de hasta el 75% y una de las comodidades que tiene trabajar en el aeropuerto donostiarra es que «casi siempre duermes en casa».
Sin perder la sonrisa
La flota que suele operar en San Sebastián es reducida y se consideran una familia en la que también incluyen a muchos pasajeros que vuelan con ellos un par de veces por semana y que conocen de sobra. «San Sebastián es un chollo en muchos sentidos y el pasaje es sin duda uno de ellos».
Normalmente, estas rutas son tranquilas pero no por ello exentas de episodios singulares. Como el de aquella mujer que metió a su bebé con la cunita en los compartimentos que se encuentran sobre los asientos. «Seguramente sería la primera vez que volaba, así que muy amablemente nos acercamos y le indicamos que el bebé debía viajar en sus brazos con un cinturón especial», relata la donostiarra.
La sonrisa y la amabilidad no se deben perder bajo ningún concepto, aunque en ocasiones resulte difícil, sobre todo cuando aparece el cartel de 'Delayed' (retrasado) y los pasajeros solo quieren protestar, recibir una explicación y llegar a su casa de inmediato. «Son días duros y te meten mucha caña, pero si al entrar al avión ven a la tripulación tranquila, sonriente y explicando la situación con serenidad y respeto, la película cambia completamente».
Sin embargo, hay situaciones que requieren de mucho más que serenidad. Durante su trayectoria profesional ha sido testigo de tres infartos, aunque por suerte la pregunta de «¿Hay un médico en la sala?», recibió la respuesta de un enfermero y un cirujano que viajaban a bordo. «Hay vuelos que ya cuentan con desfibriladores, los nuestros por el momento no, pero los terminarán incluyendo», desea la auxiliar de vuelo.
Carla afirma que los cambios de presión y los horarios agudizan el cansancio, sobre todo con el paso de los años. «No es lo mismo hacer cuatro o cinco vuelos diarios con veinte años que con 38», aunque reconoce que le resulta mucho más pesado volar como pasajera, entre otras cuestiones porque le resulta inevitable ocultar el defecto profesional. Nada más entrar, por deferencia, se presenta a la tripulación y les indica la fila en la que estará sentada por si hubiera algún problema, pero una vez en su asiento, chequea con la mirada todo lo relativo a las emergencias, si hay olor a humo o si el ruido de los motores es normal. «Es algo que no puedo evitar», confiesa.
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