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En la mañana del 6 de abril de 1557, dos mujeres que se dirigían de Eskoriatza a la villa de Mondragón a vender pan encontraron el cuerpo de un hombre tendido de bruces bajo el puente de Landeta. Avisado el alcalde del Valle de Léniz, Martín Sáez de Galarza, se comprobó que el cadáver correspondía a Juan abad de Ibarrundia, «cura de misa» de la parroquia de San Juan de Mendiola, de la que el propio alcalde era patrón. El cuerpo presentaba un rostro ensangrentado y junto a él se encontró una espada que, en opinión del alcalde, pertenecía a Pedro de Azcarretazabal, morador en la vecindad de Azkarretazabal, en la anteiglesia de Arkaraso.
Con la certidumbre de que el tal Azcarretazabal tenía relación estrecha con el crimen, Martín Sáez de Galarza, en su calidad de juez ordinario, actuó de oficio y nombró un fiscal, Juan de Marzana, quien acusó criminalmente de la muerte de Juan abad de Ibarrundia al citado Pedro de Azcarretazabal y a su esposa María García de Zuazo. Se daba comienzo, así, a un proceso judicial que se prolongó durante dos largos años y en el que tomaron parte tres instancias judiciales: la justicia ordinaria del Valle Real de Léniz, el Corregimiento de Gipuzkoa, a instancias de la Audiencia de la Real Chancillería de Valladolid, y, por último, esta propia Audiencia, a quien correspondía dictar la sentencia definitiva.
Tales tribunales, oídos los testimonios de las personas que testificaron durante el proceso judicial, consideraron estar probado que Pedro de Azcarretazabal y su esposa María García de Zuazo, ayudados por unos parientes de ésta, acabaron con la vida de Juan abad de Ibarrundia. Éste habría acudido a la casa de Pedro de Azcarretazabal a petición de su esposa. Dentro de la casa le esperaban el dicho Pedro y sus secuaces, quienes le propinaron una mortal paliza, tras la cual le taponaron con mechas las narices y las orejas para evitar que manara sangre. Luego, arrojaron su cuerpo al arroyo que discurría bajo el puente de Landeta.
En cuanto al móvil del crimen, sería de carácter pasional. Según la parte acusadora, María García de Zuazo mantenía relaciones más que amistosas con el clérigo de Mendiola, a quien regularmente obsequiaba con viandas (lomo de cerdo, morcillas, manzanas, setas) y ropa. Su marido, asqueado de tal situación, que sería de conocimiento público,
La defensa de Pedro de Azcarretazabal y María García de Zuazo, por su parte, consideró que los argumentos de la acusación carecían de fundamento: María García de Zuazo y su marido Pedro eran personas honestas, de probada buena fama e hidalgos. Además, no era cierto que Pedro de Azcarretazabal y Juan abad de Ibarrundia fuesen enemigos; al contrario, era notorio en el Valle que ambos compartían asiduamente juegos (naipes) y mesa. Estas pruebas de amistad invalidaban, en opinión de la defensa, el móvil del crimen esgrimido por la acusación; es decir, la supuesta infidelidad de María García de Zuazo era ficticia.
Esta cuestión de la infidelidad de la esposa era de vital importancia, ya que en el derecho penal castellano, que era el que se aplicaba en Gipuzkoa, cuando el causante de la infidelidad de la esposa era un clérigo, como es el caso, el marido que no acusaba se arriesgaba a ser tenido por consentidor y castigado como tal. Si la infidelidad cometida por María García de Zuazo hubiera sido cierta y su marido hubiera tenido conocimiento de ello, lo propio habría sido que el marido hubiera denunciado a su esposa o a ambos amantes, y no que, ayudado por aquélla, acabara con la vida de Juan abad de Ibarrundia.
Desestimado el móvil presentado por la acusación, Lope de Echabe, procurador de la defensa, solicitó la libertad de sus defendidos. Echabe sostuvo que el día de autos Pedro de Ascarretazabal se encontraba en Mondragón ejerciendo su actividad de «trajinería» y que no llegó hasta entrada la noche a su casa. También sugirió que el móvil del crimen tendría que ver con los ambientes en los que parece se movía el difunto clérigo.
Según Lope de Echabe, Juan abad de Ibarrundia había sido, en su tiempo, «honbre muy biçioso en la carnalidad», y mantuvo relaciones con dos mozas parroquianas suyas, con otra le había visto cerca de donde se cometió el crimen y, además, había tenido dos o tres «mancebas públicas» en Eskoriatza. Por otra parte, para «cometer sus hechos» solía salir de noche con capote y espada de manera disimulada. Concluye Echabe, que a un hombre que frecuentaba tales ambientes no le faltarían enemigos que le quisieran mal.
Para concluir la defensa de los reos, Lope de Echabe denunció las irregularidades cometidas durante el proceso: mujeres declarando en un pleito criminal, testimonios no fundamentados («de oídas») o de parientes directos del difunto. Sobre este último aspecto es interesante, por la información que nos aporta sobre la «calidad» de clero rural de la época, saber que entre las personas presentadas como testigos por la parte fiscal encontramos a Juana de Axpe, prima de Juan abad de Ibarrundia, con la que éste había tenido una hija, Mari Gracia de Ibarrundia, y un hijo, Francisco de Ibarrundia.
Ateniéndonos a la información recogida a lo largo del procedimiento judicial, Juan de Ibarrundia era sacerdote con una mentalidad y un comportamiento propio del clero anterior al Concilio de Trento (1545-1563). Estamos, con toda probabilidad, ante un caso de clérigo amancebado, frecuente en la época a pesar de que desde diferentes instituciones (Iglesia, Juntas Generales de la Provincia, municipios) ya se habían tomado medidas que pretendían enderezar a un clero acostumbrado a olvidar sus votos de celibato. Esta situación sería más frecuente en el ámbito rural, sobre todo en las iglesias de patronato laico, como la de San Juan de Mendiola, perteneciente a la casa de Galarza, donde oficiaba Juan abad de Ibarrundia. La preparación de los clérigos de este tipo de parroquias era muy deficiente y, en muchas ocasiones, se trataba de personas sin vocación alguna y con un modo de vida que se asemejaba al de cualquier laico del lugar.
El alegato de la defensa, por otra parte, contaba con pocas probabilidades de prosperar. La justicia de la época se caracterizaba con ser represiva y ofensiva. Además, el asesinato del cura de Mendiola recibió el calificativo de atroz, término reservado para los delitos que atentaban de manera directa contra el orden político, económico y social imperante. El reo de delito «atroz», por especial y distinto, no era merecedor de las garantías procesales ordinarias. Éstas, en el sistema penal castellano de la época se podría decir que eran inversamente proporcionales a la gravedad del delito. Por otra parte, hay que aclarar que en tal sistema no se contemplaba el concepto de presunción de inocencia; al contrario, correspondía al reo demostrar su inocencia, mientras que era tarea de la acusación conseguir su confesión de culpabilidad.
Para lograr ésta, el fiscal Juan de Marzana solicitó que Pedro de Azcarretazabal y María García de Zuazo fuesen sometidos «a cuestión de tormento». Esta solicitud fue apoyada por los parientes del cura asesinado, quienes, para asegurarse que los culpables fueran condenados y castigados, solicitaron a la Chancillería de Valladolid el envío de un juez que entendiera del caso.
La solicitud de tormento fue alegada por la defensa, que argumentó que las personas de condición hidalga no podían ser sometidas a tormento. El fiscal respondió que los reos habían actuado alevosamente y que las personas alevosas no podían gozar de hidalguía.
Así, la petición fue estimada y la Audiencia de la Chancillería ordenó al Corregidor de Gipuzkoa que se personara en la vecindad de Azkarretazabal de la anteiglesia de Arkaraso, con la vara de justicia, tomara información de lo sucedido, prendiese a los culpables y ejecutase justicia en nombre del rey.
El recién nombrado Corregidor de la Provincia, Pedro López de Mesa, delegó tal tarea en el licenciado Juan Pérez de Manchola, teniente de Corregidor. Manchola se desplazó al Valle Real de Léniz y, una vez recogida la información de los autos dictados por el alcalde y juez ordinario del mismo, renovó el cargo que había contra Pedro de Azcarretazabal y María García de Zuazo. Posteriormente, el 27 de noviembre de 1557, pronunció sentencia de tormento para ambos. El objeto de tal resolución no era la búsqueda de la verdad, sino lograr la confesión de culpabalidad de los reos.
En la sentencia del licenciado Manchola se especifica que los reos serían sometidos a dos tormentos : el potro y el cordeles y agua. Este último era el más habitual en el siglo XVI: colocado el reo sobre un potro, consistía en enrrolar en los brazos y en las piernas cuerdas de esparto; luego, mientras el juez preguntaba, el verdugo iba dando vueltas a las cuerdas, que para agravar el dolor se rociaban de agua. Las cuerdas, como eran de esparto, se encogían y hacían que las heridas provocadas fuesen más profundas.
La sentencia de tormento fue recurrida por el procurador de los reos, pero la Chancillería la ratificó en dos ocasiones (en octubre de 1558 y en enero de 1559). Hay que subrayar que mientras tales recursos se resolvían en la Chancillería, María García de Zuazo fue sometida a tortura. Se incumplía, así, lo recogido por la ley, que especificaba que hasta que los jueces superiores no se pronunciaran sobre la apelación, el inferior debía dejar en suspenso la aplicación del tormento. Por tanto, la apelación presentada por la defensa sólo tendría efecto para el caso de Pedro de Azcarretazabal, pero no ocurrió así. El 7 de febrero de 1559 la Chancillería de Valladolid envió una ejecutoria al Corregidor de Gipuzkoa por la que se le ordenaba que cumpliera en la persona de Pedro de Azcarretazabal lo contenido en la sentencias de tormento pronunciadas por el licenciado Manchola y los jueces de la Chancillería.
El orden en que se ejecutó la sentencia de tortura, primero María García de Zuazo y luego, su marido, no fue una decisión aleatoria. El licenciado Manchola tomó en consideración la recomendación que el procurador de la acusación, Pedro de Mendiola, en el sentido de que el tormento se debía de dar «primero a la dicha maria garçia por ser fundamento del maleficio e causa de todo el subçesso e despues al dicho su marido que avia dado fin al dicho pecado e delito».
El tormento a que fueron sometidos marido y mujer fue de una dureza considerable. El procurador de la defensa, Cristóbal de Salazar, denunció ante los jueces de la Real Chancillería de Valladolid las consecuencias que en María García de Zuazo provocaron las sesiones de tortura a que fue sometida: el juez «ponyendola en carnes en el potro la avia hecho dar dos bravisimos tormentos de agua e cordeles hasta que la dicha mari garçia avia quedado manca e rronpido el cuero por ocho partes…».
La denuncia no fue considerada, ya que en la práctica penal de la época era principio aceptado que la muerte o los daños físicos que pudiera sufrir el reo a causa del tormento solo eran imputables al juez si éste no había cumplido con todos los requisitos que la ley exigía.
Tras dos años de litigio la sentencia fue pronunciada el 13 de abril de 1559 y por ella Pedro de Azcarretazabal y María García de Zuazo fueron condenados a pena de destierro de la ciudad de Valladolid y del Valle Real de Léniz a una distancia de 5 leguas y por un período de 10 años. La sentencia fue recurrida por ambas partes y la Chancillería se pronunció de manera definitiva el 27 de mayo de 1559: se ratificaba lo anteriormente dispuesto y ahora se sumaba a la pena anterior el pago de las costas, que ascendieron a 27.336 maravedís.
El castigo fue duro, ya que, por término medio, en los casos de homicidio la duración del destierro solía ser superior a los siete meses y menor a los dos años. También es llamativa la distancia del destierro, 5 leguas, la mayor que habitualmente se solía imponer . Sin duda, la condición de clérigo del asesinado fue decisiva para que los jueces se inclinaran por endurecer el castigo. Por otra parte, este suceso, seguramente, provocó un gran escándalo en el Valle de Léniz. Un destierro prolongado protegería a sus habitantes de personas consideradas peligrosas para la comunidad.
Desconocemos los problemas a los que tuvieron que hacer frente Pedro de Azcarretazabal y María García de Zuazo. No parece posible que pudieran sustraerse del cumplimiento de la pena de destierro, ya que para ello debían de disponer de medios económicos suficientes para pagar a la Corona y a la parte contraria. Tampoco hay que olvidar que tenía que hacer frente al pago de las costas del pleito y que, por ello, sufrieron el embargo de sus bienes nada más comenzar el proceso.
El futuro que se les presentaba a los dichos Pedro y María era incierto: sin honra y «buena fama» su situación tal vez los condenase a la marginalidad. Hay que presumir que tal situación sería más dura para María García de Zuazo, señalada como «el fundamento del malefiçio e causa de todo el subçeso». El sistema penal habría cumplido con su tarea social de carácter profiláctico al extirpar o alejar el mal del seno de la comunidad.
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