Han hecho falta millones de años para que el vaivén de las mareas desgaste las rocas de calcio y las conchas de moluscos hasta modelar ... el manto de arena sobre el que garabateo estas líneas. Visto así parece razonable deducir que las playas, tan reacias a modas y tendencias, son el espacio público que menos ha evolucionado en estos tiempos desbocados.
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No hay lugar más democrático que la playa. No hay privilegios de clase ni zonas VIP y la arena se pega por igual a todas las pieles. En chanclas no hay ricos ni pobres y es difícil distinguir a justos de pecadores. La playa no tiene puertas ni horarios, la entrada es libre y la ubicación se decide por riguroso orden de llegada. Se puede comer y beber y, en la mayoría, aún está permitido fumar. Puedes desnudarte en muchas y mostrar el torso en todas. Y aunque coincidan, en un espacio acalorado, una multitud de cuerpos semidesnudos se convive en insólita armonía.
La playa se lleva mal con el progreso. La prueba es que es el único espacio público en el que aún ves más personas con un libro que con un móvil. Las pandillas juegan a cartas, los padres hacen castillos de arena con sus hijos y no se oyen 'tik toks' ni notificaciones, como si a la señal de Wifi le costara avanzar por la arena. Mi patria es algo parecido a una playa al sur del sur. Salvaje, sin chiringuito ni socorrista ni código de vestimenta. Tumbarme como una roca más, hundir los pies en la arena, dejar que las olas suavicen también mis asperezas.
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