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Recoge el dicho que el hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra. Pero en el caso de un electricista, contento se quedaría si solamente fueran dos. Los chispazos los cuentan a pares, a veces por exceso de confianza pero otras muchas porque no les queda otra opción. Y si no, que se lo pregunten a Javier González cada vez que tiene que encararse a una instalación y se las juega todas a una carta: «Meto la mano y confío en que no dé calambre».
Ya son unos cuantos años de profesión. Casi quince. Y conoce perfectamente la escala del chispazo, desde el leve hormigueo con el que prácticamente ni se inmuta hasta el que «te deja pegado», de forma literal. Aunque solo tenga 35 años, no le hace falta llegar a abuelo para contar las batallitas vividas que, dicho sea de paso, son unas cuantas.
Molino eólico. Me quedé pegado a un molino eólico. Cuando se encargaba del mantenimiento de los molinos eólicos no esperó lo que debía y al tocar un tubo de la instalación, la descarga fue tan potente que le dejó pegado.
Complejo ONG. En varias ocasiones dice haber terminado el trabajo sin cobrar a los propietarios por la situación económica que estaban pasando.
La más peligrosa y con la que realmente se asustó fue en sus inicios, cuando apenas había entrado en la veintena y se encargaba del mantenimiento de los molinos eólicos. Antes de subir «cortas el seccionador y no puedes acceder a la parte superior hasta que te marca unas vueltas, porque en el tubo se crea un campo magnético inducido», relata dejando constancia de que conoce la teoría a la perfección. El problema fue que la impaciencia de la juventud le llevó a hacer lo que no debía y «toqué el tubo antes de tiempo». El resultado: la descarga hizo que sus músculos se contrajeran y que este hombre inquieto se quedara completamente pegado por la descarga.
La monotonía del mantenimiento de eólicos le llevó a regresar a lo que verdaderamente le gusta, a picar ladrillo, como él dice, «aunque ganase menos». A cuestas con su furgoneta cargada de tubos, alargadores, la rozadora, tijeras, taladro y demás utensilios que pueden serle de utilidad en un momento dado, Javier cambia unas cinco veces de escenario por jornada, aunque haya temporadas en las que no se mueve de un mismo edificio en todo el mes.
Por eso, ahora los cinco o seis calambrazos de media al mes que le pegan, según indica, tienen otros motivos y, francamente, llaman la atención. Dice haber muchos clientes, «sobre todo en bares o fábricas», que no quieren quitar la corriente para no parar el negocio, por lo que en numerosas ocasiones se ve en la obligación de trabajar con electricidad. «Al final, con esas cosas, nos jugamos la vida». Pero lo asume. Él y también el sector en el que trabaja.
Ahora bien, el estado de las instalaciones en los hogares daría, según cuenta, como para un reportaje aparte. Esas cajas llenas de cables enredados de muchos portales se convierten en una ruleta rusa de calambrazos para los electricistas. El proceso se repite. Destapa la caja, se queda mirando fijamente el maremágnum que hay montado y sin pensarlo dos veces, allí va, valiente, con la mano por delante.
La mayoría de las veces no ocurre nada, pero hace poco, relata Javier, fue a introducir los fusibles «y había un pelillo que no vi, me pegó un llamazo que se me quedó todo el dedo negro, quemado. Te llevas un buen susto». Suerte que fue el dedo y no la cara, como le sucedió a otro compañero.
Insiste en que en absoluto es un trabajo sencillo. «Trabajar en obra nueva en la que no hay corriente es una cosa, pero andar en los cuartos de contadores, las cajas de corte... tiene su riesgo y hay veces que pienso que no meto la mano ni loco y al final lo acabas haciendo», reivindica.
Pero ese peligro no es solo para los trabajadores del gremio de Javier que de tanto en cuanto tienen que ir a poner un poco de orden, sino también, advierte, para las personas que residen en unos portales en los que el estado de la instalación deja mucho que desear. «El problema es que, mientras funcione, a la gente le da igual, no quieren gastar y no son conscientes de que eso puede terminar en incendio. He llegado a ver portales enteros quemados porque un cuadro estaba en malas condiciones», señala el electricista.
Dada la ignorancia generalizada en estas cuestiones, Javier advierte de un error muy común y que puede tener consecuencias fatales: «Mucho cuidado con los ladrones que se puede liar una muy gorda», exclama. Y para muestra un botón. Cuenta la incidencia en una VPO en la que vivía una pareja joven. El fontanero «capó» uno de los enchufes donde se conecta la lavadora y el lavavajillas y los jóvenes, al ver que no tenían un enchufe en esa zona, colocaron un alargador para conectar además la secadora. El resultado: acabó prendiendo y provocando un incendio. «Cuando me lo contaron me quedé acojonado pero, al no saber, se hacen muchas burradas con la electricidad y los enchufes», dice incrédulo.
Javier González subraya que lo que más le gusta de la vida de electricista es el cambio del día a día y que cada jornada se aprende algo nuevo. Además de su trabajo, hace «chapucillas» para cubrir el mes, aunque confiesa que en más de una ocasión le entra «complejo de ONG», porque se ha ido de las casas sin cobrar a los propietarios porque estaban pasando por una situación económica difícil.
No obstante, reprocha que el convenio del sector es «malo». El oficial de primera se puede pasar el día entero «picando ladrillo portando una máquina de veinte kilos». Claro que en este escenario entra otro factor en juego: hay mucha competitividad. «Entre que en una obra está la subcontrata de la subcontrata de la subcontrata, es decir, que trabaja uno y cobran cuatro y que empresas potentes están contratando chavales a 9 euros la hora... La situación se complica, pero ¿por 9 euros te vas a jugar la vida? ¡Si te echas un pintxo y te ventilas la mitad!», exclama.
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