Hace años entré a mi furgoneta melonera, un 21 de diciembre a las siete de la mañana, todavía noche gélida, y oí una voz: «Hola, ... buenos días». Creí que se habría encendido la radio al girar la llave, pero no. Volví a oír «hola» justo detrás de mí. Me giré y en la parte trasera, en la penumbra, vi a un hombre medio agachado, levantándose, moviendo los brazos. Pegué un grito. El hombre habló muy nervioso, con acento árabe: «¡Tranquilo, tranquilo, yo solo dormir, no pasa nada!». Vi que en el suelo había extendido mi colchoneta y mi saco, y se había echado encima su manta. Me dijo que la víspera había encontrado la puerta trasera abierta, que le perdonara, que ya se marchaba. Nos calmamos los dos y me contó que era argelino, que con el año nuevo iba a empezar un trabajo y que alquilaría una habitación. Comimos galletas y se marchó calle arriba, con su manta recogida en una bolsa, de noche, un grado bajo cero.
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Acababa de vivir la historia central de las Navidades: una persona sola y marginada en tierra extraña, sin nadie que le abra una puerta, acaba durmiendo en un establo (teníais que ver la furgoneta). Es la misma historia del carpintero y la mujer embarazada que supuestamente conmemoramos estos días, una historia que nos interpela de manera tan potente que quizá por eso la acallamos con luces, compras y regalos. Quizá para no tener que aceptar que dos mil años después seguimos haciendo lo mismo: ignorar, temer o echar a quienes buscan refugio.
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