Sobre el olvidado terrorismo vasco
10 años del final de ETA ·
El fantasma de ETA sigue ahí, escondido en el armario, y vuelve a asomar cada poco tiempo como solo lo hacen las cosas enterradas malRaúl López Romo
Sábado, 16 de octubre 2021
Los vascos tenemos serios problemas a la hora de abordar nuestro pasado violento y aprender de él. Que algo similar haya sucedido en toda España con la gestión de la Guerra Civil y la dictadura, en Francia con el colaboracionismo y la descolonización, en Italia con el fascismo o en Alemania con el Holocausto indica que se trata de un fenómeno universal, pero eso no es excusa para mirar hacia otro lado. A fin de cuentas, el terrorismo doméstico era, como decía un pionero manifiesto de 33 intelectuales vascos, la forma de violencia más preocupante porque era la que «nace y anida entre nosotros, la única que puede convertirnos, de verdad, en verdugos desalmados, en cómplices cobardes o en encubridores serviles». Esto lo escribieron Julio Caro Baroja, Koldo Mitxelena, Idoia Estornés, José Miguel Barandiarán, Eduardo Chillida y otros ya en mayo de 1980; es decir, en el año más sangriento de ETA, con 95 asesinatos.
Tony Judt explicó en su libro 'Sobre el olvidado siglo XX' que hemos elegido tratar de forma selectiva las tradiciones totalitarias que marcaron a fuego la pasada centuria. Los hitos oscuros no solo se llaman 'Auschwitz' o 'Hitler'. Hubo unas masas que creyeron entusiastas en los discursos del odio que llevaron a aquellos. Del mismo modo, detrás de 'ETA' o de 'Parot' estuvo HB y sigue estando la izquierda abertzale.
Toda la historia de ETA es un fracaso y una gran catástrofe que nos seguirá interpelando durante mucho tiempo porque entre 1968 y 2010 sus miembros mataban, herían, secuestraban, extorsionaban y amenazaban en nuestro nombre, con el apoyo de entre el 12 y el 20% de los electores y la indiferencia de la mitad de la población. Ahora, habiendo reflexionado muy poco sobre ese medio siglo de terror, entramos en una época diferente, marcada por nuevas prioridades: la crisis económica, la pandemia, las desigualdades sociales.
Pero el fantasma de ETA sigue ahí, escondido en el armario, y vuelve a asomar cada poco, como solo lo hacen las cosas enterradas mal. Ha transcurrido ya una década desde su «cese definitivo», diez años en los que nos hemos contado muchas medias verdades triunfalistas: que fue la sociedad la que acabó con la banda, que su derrota fue completa y no hay que dar la batalla cultural, que hay que pasar página porque en Euskadi se vive muy bien, con un modelo de bienestar y desarrollo particular.
Querámoslo o no, las consecuencias del atormentado siglo XX perduran hasta hoy. Por un lado están las víctimas, que abanderan las nobles demandas de memoria, verdad, dignidad y justicia, y, junto a ellas, el Estado de Derecho, que no siempre ha sabido estar a su altura. Por otra parte está el fanatismo de la era de las ideologías absolutas, que se resiste a desactivarse. Esto último no es extraño; se legitima demasiado rápido al nacionalismo radical al no exigirle una revisión de sus dogmas, empezando por su clamorosa ausencia de condena a ETA, que habría que recordarles a diario.
Ser exigentes
En el espacio público cada vez hay más referencias que conjugan en pretérito: institutos y centros de memoria, placas, artículos, testimonios. Todo esto suena bien, es necesario, pero quedaría cojo si solo toma la forma de conmemoraciones parciales y no de un conocimiento amplio de las lecciones de la historia, de las que se desprenda un cambio de actitudes en el presente y hacia el futuro. Si nos quedamos en lo primero, en el gesto puntual, corremos el riesgo de no comprender la frivolidad de que un representante de Bildu por la mañana deje flores en el monolito a una víctima de ETA, mientras por la tarde participa en el homenaje a un preso que sale de la cárcel sin arrepentirse.
Por definición, las conmemoraciones son pasajeras y fragmentarias. Los diez años sin ETA son un buen motivo para mirar al retrovisor, como por ejemplo también lo es, cuando llega julio, hablar del aniversario del secuestro y asesinato de un joven concejal popular de Ermua, Miguel Ángel Blanco, que estremeció a España.
Pero, más allá de la inmediatez de la actualidad política, que enseguida corre para abrazar nuevos titulares, queda trabajo para dejar un poso persistente. Al 60% de los jóvenes españoles ya no les dice nada el nombre de Miguel Ángel Blanco, por quien la generación anterior protagonizó en 1997 la mayor rebelión cívica contra el terrorismo. Hay otro dato preocupante: según una reciente encuesta del Deustobarómetro, uno de cada cinco jóvenes vascos aún considera que la violencia puede estar justificada para alcanzar determinados fines políticos. Tampoco sorprende esto si pensamos que la segunda fuerza del Parlamento vasco no reniega del terrorismo de ETA. Una parte significativa de los electores han decidido indultar ese déficit moral, olvidando deliberadamente el historial de la banda o incluso, en su extremo, comprendiéndolo.
Las claves
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¿Para qué? «Toda la historia de ETA es un fracaso y una gran catástrofe que nos seguirá interpelando durante mucho tiempo»
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Izquierda abertzale «Se legitima demasiado rápido al nacionalismo radical sin importar su clamorosa ausencia de condena a ETA»
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Trabajo por hacer «La educación es una herramienta fundamental para fomentar el conocimiento crítico»
El nacionalismo radical hace su propia labor de memoria a través de editoriales como Txalaparta o asociaciones como Euskal Memoria. Han descubierto que es más inteligente intentar desprestigiar a las instituciones democráticas que trabajan por la deslegitimación del terrorismo que defender abiertamente a ETA, que tiene mala prensa (y consecuencias penales). Su público es limitado, pero su intento de blanqueamiento de la banda es evidente. No nos podemos permitir el lujo de dejar el terreno libre para que este tipo de posturas simpáticas fructifiquen.
La juventud
El problema no solo reside en que muchos no sepan ya quién fue Miguel Ángel Blanco o qué fue el atentado de Hipercor, que también; la cuestión es que eso tiene que ver con un desconocimiento más generalizado de la Historia. Somos seres históricos; individuos sociales que tenemos sentido como resultado de procesos que vienen desde atrás, y en nuestro caso el terrorismo es uno de los principales. ¿Qué saben pues de su historia nuestros jóvenes? Tal fue el tema de un libro editado por Ander Delgado y Antonio Rivera en 2019. La respuesta rápida y fácil, casi intuitiva, sería decir que poco. No obstante, enseguida comprobaremos que la cuestión es compleja. No reciben solo nociones a través de vías formales como la educación, también a través de otras informales como las series televisivas de ficción o documentales ('Patria', 'La línea invisible', 'El desafío', 'ETA, el final del silencio'...), la familia o los amigos. La enseñanza reglada es una fórmula más, tal vez ni siquiera la más importante para ellos. A veces concita una predisposición negativa o un rechazo instintivo a la autoridad.
Al mismo tiempo, la educación es una herramienta fundamental para fomentar el conocimiento crítico que nos prepara para ser ciudadanos en el pleno sentido de la palabra. En el caso de la Historia, tiene que proporcionar un relato documentado, en el que los hechos concretos y sus factores estén articulados en un hilo cronológico que distinga diferentes fases y ofrezca argumentos, y no solo una concatenación de sucesos. El ideal es que así, gracias a conocer de dónde venimos, nos preparamos para ser sujetos más conscientes de nosotros mismos y de nuestro contexto, y con más herramientas para responder ante una realidad compleja.
Las unidades didácticas para Secundaria que hemos elaborado en el Centro Memorial de las Víctimas del Terrorismo o la visita a nuestro museo de Vitoria-Gasteiz, por el que han pasado 15.000 personas desde que fue inaugurado, hace cuatro meses, son iniciativas que van en esa dirección, y se suman a otras, tanto públicas como privadas. En ellas explicamos la trayectoria de ETA, que ha sido, con diferencia, la banda más sangrienta, más longeva y la que ha contado con más apoyo en una parte de la sociedad.
Y también, en diferentes periodos, reflejamos otros terrorismos como el de extrema derecha, con el Batallón Vasco Español y la Triple A, el parapolicial (GAL), el de extrema izquierda, encarnado sobre todo por los GRAPO, y el yihadista, de Al Qaeda al Daesh. Asimismo, resaltamos el valor del movimiento cívico y pacifista, y del asociacionismo de las propias víctimas. Hurtar a los jóvenes el conocimiento de una parte tan importante de su pasado es un gran error.
A nadie se le escapa que estos buenos propósitos chocan contra un obstáculo en lugares como el País Vasco y Navarra: la resistencia de una parte de la población, esa mitad que fue indiferente y que ahora quiere pasar de página sin leerla, a tratar un tema que aún produce tanto miedo como prejuicios. Sin embargo, es necesario afrontarlo con seriedad, sin fiarlo todo a lo que los jóvenes puedan absorber a través de las series o de lo que escuchen en casa o en la calle.
A los jóvenes, afortunadamente, no les ha tocado vivir con ETA o los GRAPO en activo, cuando las noticias de los atentados ocupaban las portadas prácticamente a diario. Ya no tienen una memoria directa de lo que fue el terrorismo y, por tanto, lo pueden ver con menor interés, como algo ajeno o lejano, pese a que, en términos históricos, ocurrió en nuestra misma época. Aquellos intelectuales en 1980 titularon 'Aún estamos a tiempo' su manifiesto de denuncia del terrorismo, que todavía perduraría 30 años más. Hoy, con ETA inactiva, cabe decir que «aún estamos a tiempo» de revertir el desconocimiento de esa historia trágica que nunca tuvo excusas. Es mejor prevenir que curar los efectos del olvido y la tergiversación, y empezar ya, sin tener que esperar otros 30 años para ver los resultados.
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