Jesús Loroño sabía de lo que hablaba: «La carrera no acaba hasta la última raya». Una verdad como un templo. La tecnología, la modernidad y los vatios han evolucionado el ciclismo, pero hay elementos imposibles de cambiar. Vingegaard estuvo a punto de echar por tierra su victoria en el Tour en un descenso a tres kilómetros de la meta, cuando no había necesidad alguna de arriesgar y lo sensato era tomar precauciones. Estuvo a punto de salirse y chocar contra una pared. Mejor no pensar en las consecuencias del hipotético accidente.
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Las ruedas lenticulares no favorecen el control de la bici. Y eso que ahora llevan solo la trasera. Ayudan más las de radios a la hora de curvear. En una contrarreloj del Tour, en Sarrebourg, no pudimos ver el recorrido junto a los corredores e hicimos un planteamiento con Perico Delgado para cambiar de bici según el terreno. Empezó con la normal, pasó a la cabra y tuvo que volver a la normal. No por estrategia, sino porque soplaba con fuerza el viento y se lo llevaba.
La contrarreloj, con varios corredores en un pañuelo, estuvo en la línea espectacular de toda la carrera. Vingegaard rindió a un nivel sorprendente y marcó el mejor registro en los puntos intermedios. El último parcial de Van Aert resultó espectacular. De todas maneras, me quedó la impresión de que el maillot amarillo, al que el susto debió agarrotar, levantó el pie en la subida final a Rocamadour, un pueblo precioso.
Me alegro de no haber emitido en el artículo de la víspera el nombre de mi favorito para el triunfo en la crono. Era Ganna. La lógica me decía que el desgaste de Van Aert, con el que ha mantenido grandes duelos en esta modalidad, era mayor. El italiano no había tenido que trabajar tan a fondo para un líder los últimos días. Pero el belga está hecho de otra pasta. Es una máquina que ha roto moldes, teorías y prejuicios. La afición vasca le recibirá como merece el sábado en la Clásica. No albergo ninguna duda al respecto.
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