Viernes, 05 de Diciembre 2025, 10:35h
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Sin duda, el rasgo distintivo (incluso la esencia, si se quiere) de la modernidad es la negación, o al menos el abandono, de la metafísica. Dios deja de existir; o bien, aunque exista, deja de interesar al hombre moderno, que se basta y se sobra para salvarse, que se declara plenamente autónomo respecto a cualquier tradición o autoridad que no proceda de su juicio subjetivo, que por supuesto es infalible. Y se considera infalible porque cree en lo que Donoso Cortés llamaba irónicamente la 'inmaculada concepción del hombre', una suerte de euforia antropológica nacida del olvido del dogma del pecado original que se halla al fondo de todas las ingenierías sociales de la modernidad, tanto en su fase de vigorosa petulancia como en esta etapa terminal y putrescente.
Las ideas perversas no son proclamas inocuas, sino que cristalizan en realidades venenosas
En efecto, para las ideologías modernas el hombre es esencialmente bueno; y los males proceden exclusivamente de la sociedad, las instituciones, la educación, la religión organizada, etcétera. Si se suprimieran o reformaran tales rémoras externas, el hombre recuperaría en plenitud su bondad originaria y podríamos disfrutar del paraíso en la Tierra. Tal dislate, formulado originariamente por Rousseau, acabaría erigido en dogma de fe para el hombre moderno; y quien se atreve a discutirlo se convierte automáticamente en un réprobo. Se trata, en realidad, de recuperar el viejo error pelagiano que negaba la transmisión del pecado original; pues, a la postre, todos los errores modernos no hacen sino reproducir las herejías antañonas, disfrazándolas con ropajes nuevos, para que piquen los mentecatos de cada época.
Este dogma rousseauniano de la 'inmaculada concepción del hombre' es –a juicio de Donoso Cortés– la piedra angular del pensamiento político liberal, que consagra la soberanía de la inteligencia (parlamentarismo, libertad de opinión), después la soberanía de la voluntad sin el auxilio de la gracia (sufragio universal) y, ya por último, la soberanía de los apetitos, que siendo el hombre inmaculado han de ser necesariamente excelentes y dignos de ser jaleados (derechos de bragueta). Con el tiempo, este dogma sería también abrazado por el socialismo, hijo rabioso del liberalismo, que encumbró al hombre a la categoría de dios a quien bastaría destruir las instituciones que lo oprimen para alcanzar el paraíso terrenal. Pero el dogma liberal y burgués de la 'inmaculada concepción del hombre' adquiriría nuevas aristas y escabrosidades cuando el socialismo lo adopta y hace suyo; pues necesitaba hacerlo compatible con su dogma vernáculo de la 'lucha de clases', que le obliga a encontrar sujetos revolucionarios con los cuales debelar la sociedad burguesa.
En un principio, ese sujeto revolucionario sería el proletariado, que así se convierte en el nuevo 'hombre inmaculado'; pero pronto las tesis marxistas ortodoxas se verían superadas por la creación de nuevos sujetos revolucionarios, convertidos siempre en 'colectivos' sufrientes, víctimas de un 'patriarcado' burgués-capitalista. Así, la universal 'inmaculada concepción del hombre' se vuelve maniquea y se atomiza, surgiendo como setas en otoño 'colectivos' inmaculados, por oposición a ese maligno 'patriarcado' burgués-capitalista, que deben ser resarcidos, reconocidos, venerados, adorados, divinizados. Esos 'colectivos' angélicos pueden ser 'sectoriales' –negros, homosexuales, transgénero, etcétera– o, más delirantemente aún, 'colectivos' que ya propiamente no existen, como los llamados 'pueblos originarios'. Pero, sin duda, el 'colectivo' más multitudinario beneficiado por esta teología demente es la 'mujer', que por el mero hecho de serlo se vuelve intrínsecamente inmaculada y, por lo tanto, incapaz de mentir, incapaz de actuar pérfidamente, incapaz de urdir maquinaciones malignas. Esta 'inmaculada concepción de la mujer', convertido en dogma ideológico indiscutible, se plasma inevitablemente en leyes perversas; porque los dogmas ideológicos acaban teniendo consecuencias nefastas. Así se explica, por ejemplo, que actos penales idénticos tengan sanciones diferentes según hayan sido perpetrados por hombres o mujeres; o que el mero testimonio de una mujer, sin testigos que lo avalen, tenga valor probatorio; o que se considere que las mujeres no denuncian falsamente, a diferencia de los hombres. Fantasías, en verdad, de una irracionalidad rocambolesca, que sin embargo aceptamos, humillando la razón. Y es que las ideas perversas no son proclamas inocuas, sino que cristalizan en realidades venenosas que, lejos de instaurar el paraíso terrenal, convierten la vida en un infierno. Pero quizá ese infierno en vida sea el justo castigo que merecen los errores desquiciados.
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