Reencuentros en lugar seguro
Primeras llegadas a Gipuzkoa ·
Familias ucranianas que residen en Euskadi siguen intentando traer a sus seres queridos y les acogen en sus casas, lejos de las sirenas antiaéreas y las bombasPatricia Rodríguez | Iraitz Vázquez | Lara Ochoa
Sábado, 5 de marzo 2022, 07:11
Victoria Zbrytska | Ucraniana que vive en Donostia
«Aquí ya estamos a salvo, pero duele en el alma haber dejado a parte de la familia»
Después de una tensa espera de más de 20 horas en el paso fronterizo con Rumanía y tras una valiente travesía, Victoria Zbrytska abraza emocionada a su familia lejos del horror y la devastación que deja a su paso el ejército ruso. Esta joven ucraniana, vecina de Donostia desde hace nueve años, ha conseguido traer de vuelta y poner a salvo a su abuela y a su prima, aunque le «duele el alma» cuando piensa en los seres queridos que han tenido que quedarse en su Ucrania natal. Casualmente esta mujer se encontraba de vacaciones con su hija pequeña Estefanía y su madre Tania, visitando a su familia en la ciudad de Kaminets-Podolsk, cuando estalló la guerra. «Nos llamó un conocido de Kiev a las cinco de la mañana para decirnos que habían empezado los bombardeos. Nos quedamos en 'shock'. ¿Cómo que nos van a atacar?», cuenta aún incrédula y rota de dolor. Su abuela tampoco logra contener las lágrimas cuando abraza a su nieta para la foto que acompaña esta información. Apenas tuvieron tiempo de despedirse de los suyos. «¿Coger pertenencias? Solo piensas en sobrevivir. Pasamos antes por la iglesia a rezar y nos fuimos», sentencia.
«Salimos en coche hacia Rumanía porque estábamos cerca de la frontera, a unos 150 kilómetros, pero estuvimos en el coche más de 20 horas casi sin poder avanzar», relata Victoria, a quien le aterrorizaba la idea de estar parada en aquella cola infernal. «No sabes por dónde van a tirar las bombas y quieres pasar lo más rápido posible. También teníamos miedo a que no nos dejaran pasar a todas». Habla de ellas porque «los hombres sí o sí tienen que ir a la guerra».
Una vez consiguieron cruzar a Rumanía, su tía les acercó al aeropuerto, aunque «ella regresó con su marido y su hijo. Mi madre, mi abuela, mi hija, mi prima y yo cogimos un vuelo a Madrid y después un autobús a Donostia». Su llegada «a casa» ha sido el final de un viaje que empezó a más de 3.000 kilómetros de distancia y que deja a su paso cientos de desplazamientos, muertos y noches en vela. «Yo no duermo, me entran escalofríos. Mi abuela está destrozada y a mi prima intentamos calmarla, pero también lo está pasando mal».
Desde aquí siguen cada día el terror de la invasión rusa y temen que pronto corten las comunicaciones. «Todos los días estamos en contacto y hablamos por teléfono y por whatsapp aunque hay en algunas zonas que ya no coge. Ellos tienen miedo pero están ya mentalizados de que hoy están vivos, mañana quizá no».
Cuenta que su casa aún está en pie «pero no sé hasta cuándo. De momento están atacando otras zonas. Cuando ven que algo raro está pasando, un posible bombardeo, suenan las alarmas en la ciudad para que la gente se refugie y se meta en los búnkeres. Suenan unas tres o cuatro veces al día. Mis familiares pueden meterse ahí y en las casas donde no tienen sótanos van a las habitaciones donde no hay cristales, por las explosiones».
Conmueve el relato de esta mujer, que cuenta cómo amigos y conocidos suyos «han tenido que ir a la guerra; algunos no tienen ni 20 años. Tengo amigas en las ciudades que están siendo atacadas que me cuentan que está todo destrozado. Todo el mundo se refugia en el metro, viven ahí, bajo tierra, y se les está acabando la comida, las medicinas, los pañales para los niños... Es horrible. En Jarkov, conozco a gente que ha perdido a sus hijos pequeños, niños que han perdido a sus padres y otros que se han quedado sordos por las explosiones», lamenta esta ucraniana a quien le parece «un sueño» todo lo que está ocurriendo en su país. «Lo peor es no saber si volverás a ver a tu familia. Espero que acabe todo esto lo antes posible porque si esto no se detiene irá a más y no solo será Ucrania, serán más países. Solo nos queda la fe y la esperanza. Yo me iría a ayudar y a estar con ellos, pero tengo una niña de tres años y también tengo que pensar en ella», expresa emocionada.
«A las cinco de la mañana empezaron los bombardeos. Pasamos por la iglesia a rezar y huimos hacia Rumanía»
Los últimos días han sido jornadas de papeleo para intentar que su prima Dasha, de 15 años, pueda seguir una vida lo más normal posible en Donostia. «Estamos preguntando si podemos apuntarle al cole y sacando la documentación por si se pone enferma, para que pueda ir al médico. A partir de aquí, no hay nada más planeado. No sabemos cuánto tiempo se va a tener que quedar aquí, puede ser un mes, un año... Solo nos queda esperar», añade.
Katia | Refugiada en Vitoria
«Nos han roto la vida. Hemos tenido que huir de nuestros sueños»
Cuando el jueves de la semana pasada sonaron las primeras alarmas antiaéreas, la familia de Katia se tuvo que refugiar en el sótano ante el posible bombardeo por parte del ejército ruso. Fue la última vez que lo hicieron. A la mañana siguiente metió lo que pudo en la maleta y junto a sus hijos y nietos decidió dejar atrás Ucrania. 72 horas después consiguieron llegar a Vitoria, donde ahora les acoge un pariente cercano.
Su viaje comenzó el jueves. Recorrieron los cerca de 70 kilómetros que separan Lviv de la frontera con Polonia en coche. Tardaron alrededor de 25 horas. Pero su intento fue en vano. Las autoridades polacas no les dejaron pasar y volvieron a su pueblo. Con la incertidumbre de no saber qué hacer tomaron la decisión de coger en su localidad un autobús en dirección Madrid. En Ucrania dejó a sus padres y otros muchos familiares que se han quedado defendiendo el pueblo de un posible ataque que aún no ha llegado.
El segundo intento fue el bueno. De nuevo tuvieron que esperar casi un día entero para pasar la frontera con Polonia donde ya se sintieron a salvo. Pero aún les quedaba un largo viaje hasta Barcelona, donde unos conocidos les recogieron para llevarles hasta Vitoria. Llegaron el pasado domingo. Son de los primeros refugiados en arribar a Euskadi.
Sin hablar una palabra de castellano, de la noche a la mañana se han visto en una ciudad completamente desconocida para ellos. «Estamos durmiendo en colchones en el suelo», cuenta Katia, mientras Irina, que lleva veinte años en la capital alavesa y les ha acogido en su casa junto a su marido y sus dos hijos, hace las veces de traductora. En total, diez personas conviven ahora en el piso.
Kati tiene que mirar el móvil para saber cuándo huyó de Ucrania. Sigue aturdida por todo lo que le ha pasado en apenas una semana. «Nos han roto la vida. Hemos tenido que dejar atrás nuestros sueños», relata con la desazón de no saber cuándo podrá volver a su localidad a retomar su tranquila vida como dependienta en una tienda. «Decidimos salir por los niños. Da mucho miedo escuchar las alarmas sonar en plena noche y tener que refugiarte», relata esta mujer que lo único que anhela es volver a juntarse con los suyos en Ucrania como lo hacía apenas hace dos semanas.
Raquel Arias | Madre de acogida
«Me levanto cada día con el miedo a que Bora no me conteste»
«Me levanto cada mañana con el miedo a que Bora no me conteste». La donostiarra Raquel Arias tiene «a un hijo» en la guerra de Ucrania. El pequeño Bora llegó por primera vez a San Sebastián con 4 años. Desde entonces, y ahora tiene 21, solo la pandemia le ha mantenido, por dos veranos, alejado de su 'amatxito', de su aita 'Txiki' y de sus hermanos Yeray y Gus. Hace unos semanas, toda la familia soñaba con el reencuentro, pero la guerra ha hecho volar por los aires todos esos planes. «Lo único que me dice es que quiere volver a la Zurriola», relata Raquel entre lágrimas. Al ser hombre y mayor de edad, la ley marcial no permite a Bora salir de Ucrania.
La preocupación y el miedo se han instalado en esta casa donostiarra desde que comenzó la invasión. Un drama que comparten decenas de familias de acogida de niños de Chernóbil.
Con los primeros bombardeos, Bora abandonó su Bucha natal y se trasladó junto a su hermana Erita a casa de su padre, cerca de Kiev, en busca de «una zona más segura», pero ahora viven bajo la constante amenaza de las bombas. «Si suenan las sirenas antiaéreas, bajan al refugio. De momento tienen comida, pero ya han tenido que empezar a salir a comprar. El otro día me contó que su padre y él hicieron dos horas de cola, pero cuando les tocó el turno ya no quedaba nada», relata.
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