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Teresa Lewis, en una foto de hace días; Frances Newton, la última ejecutada en EE UU; y Pilar Frades, última víctima del garrote vil en España. :: AFP/AP
MUNDO

Teresa, inocente y culpable

ARTURO CHECA

Viernes, 24 de septiembre 2010, 05:15

Teresa Lewis, de 41 años, habrá dejado de respirar cuando usted lea estas líneas. El 'teléfono rojo' directamente conectado entre la residencia de estilo colonial del gobernador de Virginia y el corredor de la muerte del correccional de Greensville no sonó, y el tiopental sódico, el bromuro y el cloruro de potasio corrieron fulminantes por las venas de Teresa. Amarrada a una camilla, tras siete años en una celda sin ventanas ni contacto con otros presos. Arrepentida. Ejecutada por inyección letal. A las autoridades de Virginia (el estado americano donde más se aplica el castigo capital tras Texas) no les tembló el pulso y Teresa Lewis se convirtió ayer en otra víctima de la pena de muerte en Estados Unidos. La primera ejecutada en el país en los últimos cinco años. Hace casi un siglo que en Virginia no se ajusticiaba a una presa. Desde que en 1912 la criada afroamericana Virginia Christian fuera castigada con la silla eléctrica por matar a golpes a su 'ama', harta de una vida de malos tratos y vejaciones, ninguna mujer había vuelto al cadalso.

El crimen de Teresa fue encargar el asesinato de su marido y su hijastro en Danville. Julian Lewis, empleado de la empresa textil Dan River Inc., y su hijo Charles, un joven reservista que estaba a punto de ser destinado a Irak, murieron acribillados a disparos en el tráiler en el que vivía la familia en la noche del 30 de octubre de 2002. Una sangrienta víspera de Halloween orquestada por Teresa.

Ella nunca lo ha negado. Confesó y reconoció que lo hizo para cobrar los 350.000 dólares del seguro de vida de los fallecidos. No apretó el gatillo, aunque el juez del caso calificó de «cabeza de serpiente» a la cerebro del crimen. Abrió la puerta trasera del tráiler para que entraran los dos pistoleros. Tras el tiroteo, esperó 45 minutos antes de alertar a la policía. Y apenas tardó unos días en reclamar el montante de la poliza de vida. Ella nunca lo ha negado.

«Haría lo que yo le dijera»

Pero en el caso hay muchos claroscuros. Como el coeficiente intelectual de Teresa: 72, al borde del retraso mental y del límite (70) a partir del cual es ilegal una ejecución en Estados Unidos. Como su severa adicción a los tranquilizantes, fruto de una insondable depresión desde la muerte de su madre y que la llevaba a engullir 600 pastillas al mes, 20 al día. Como su trastorno de personalidad dependiente, certificado por los psiquiatras y que la convertían en una persona voluble y manipulable. Especialmente maleable a manos de los hombres, según los dictámenes médicos. Hombres como Matthew Shallenberger, con un coeficiente de 120, su amante y uno de los autores del baño de sangre en el tráiler de los Lewis.

Ni siquiera una esclarecedora carta de Matthew sirvió para atemperar la condena de Teresa. El homicida la escribió en la celda en la que cumplía cadena perpetua (ni él ni su cómplice recibieron la pena capital). «En cuanto la conocí vi que no era muy inteligente y que haría lo que yo le dijera. La única razón por la que tuve sexo con ella fue por el dinero, para que se enamorase de mí y me diese la pasta del seguro». Días después de hacerse pública la carta, el ambicioso amante se suicidó en prisión. El peso de la culpa.

Teresa nunca fue violenta. Ni tuvo problemas con la ley. Únicamente tenía antecedentes por falsificar una receta. Otra vez la adicción. Nació 41 años atrás en el seno de una humilde y estricta familia de Danville. Un hogar en el que se respiraba religiosidad. De pequeña era asidua a la iglesia y cantaba en el coro. Aunque siempre mostró una personalidad inestable. Dejó la escuela con 16 años, se casó y tuvo dos niños, Christie y Billy. El matrimonio apenas duró unos años. Entre 1987 y 2000 tuvo medio centenar de empleos. Ese año fue contratada por Dan River Inc. Entre prendas de ropa y telas de hogar conoció a Julian Lewis, su futuro marido. Su futura víctima. En 2002, la muerte de su madre acabó rompiendo definitivamente su mente.

Llegó tarde. Ya sólo un mensaje póstumo. Pero Teresa Lewis pidió clemencia en las últimas horas desde su celda sin ventanas. «Confío en Dios al 120 por ciento. Esto no se termina hasta que él lo dice. Él tiene la primera y la última palabra. Pero ruego al gobernador Bob McDonnell que reconsidere su decisión».

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