Mariaje Bastida
Tras 65 años de historia, el restaurante Arrieta cierra este sábado sus puertas y Mariaje Bastida despide una vida entera entre fogones y recuerdos
Durante más de seis décadas, el restaurante Arrieta ha sido mucho más que un lugar donde comer. En sus fogones se ha cocinado la historia de una familia y de un pueblo entero, Olaberria. Tres generaciones de mujeres han estado al frente de este negocio familiar que hoy cerrará sus puertas para siempre, poniendo fin a una etapa de trabajo, dedicación y cariño compartido. Hablamos con Mariaje Bastida, la última de esa línea generacional, sobre lo que ha significado este lugar y cómo se despide de él.
– ¿Qué ha representado el restaurante Arrieta para su familia durante tres generaciones?
–Ha sido nuestra vida entera. Siempre hemos estado al pie del cañón, sobre todo las mujeres. Mi amona, mi ama y yo, las tres hemos pasado media vida entre cazuelas. Recuerdo de niña ayudar a mi amona con las croquetas, siendo aún muy pequeña. Cuando ella envejeció, empecé a echar una mano más en serio. Arrieta siempre ha sido un restaurante familiar: nuestros maridos también han ayudado, claro, pero la base hemos sido nosotras. Incluso mis hijos han crecido aquí, aunque ellos eligieron seguir su propio camino, algo que entiendo perfectamente.
– ¿Cómo recuerda los inicios de todo esto?
—Mi amona, Maria Arrieta, fue quien empezó todo. Llegó de Beasain a Olaberria y alquiló una taberna en el cruce del pueblo. Luego, junto a su hermano, construyó la casa donde una parte era el restaurante y la otra su vivienda. Allí empezaron con bodas y hasta tenían bolatoki. Mi ama continuó el negocio después de casarse, y en 1957 ya daban banquetes. Yo empecé con 15 años, ayudando en la cocina, luego en el comedor, más tarde en la barra... y desde 1984 he estado al frente. Han pasado casi 65 años, tres generaciones de mujeres y miles de historias compartidas. Ahora toca cerrar, pero lo haremos con una sonrisa. Arrieta ha sido nuestro hogar, y también el de mucha gente.
–¿Hay algún momento o anécdota que resuma lo que ha significado este lugar para usted?
—Podría contarte mil, pero hay uno que siempre recuerdo. Hubo un año, en el que solo en el mes de julio dimos 23 bodas. Casi una por día. Entonces no había tantos restaurantes para celebrar banquetes, y nos tocaba doblar turnos, preparar cenas y no parar. Aún me acuerdo de aquellas bodas en las que se servían angulas... ahora sería impensable, pero en aquel momento se podía ver. Eso resume lo que fue Arrieta: trabajo, intensidad y mucha ilusión.
«Mi amona, mi ama y yo siempre hemos estado trabajando. No sabíamos hacerlo de otra forma»
–¿Qué le enseñaron su amona y su ama, más allá de las recetas?
—Nos enseñaron el valor del trabajo y la constancia. En casa nunca se habló de otra cosa. Mi amona, mi ama y yo siempre estábamos trabajando. Intentamos delegar con los años, pero al final, estábamos allí, porque lo sentíamos como nuestro. No sabíamos hacerlo de otra forma.
–Después de tantos años, ¿cómo ha sido tomar la decisión de cerrar definitivamente el restaurante?
—Durísimo. Es un trabajo muy exigente, y cada vez cuesta más encontrar gente con ganas de dedicarse a esto. Mis hijos tienen sus propios trabajos y sus vidas, y no querían seguir con el restaurante. Lo entiendo. Pero cuesta. Estos días hemos tenido que decir a muchos clientes que no podíamos atenderlos, y se me parte el alma. No llegamos a todo, y eso me da mucha pena.
–¿Qué siente cuando la gente viene a despedirse, a comer 'los últimos fritos' de Arrieta?
—Mucha emoción. Los fritos han sido nuestro plato estrella. La gente nos los pide incluso para llevar, cuando ya no hay sitio en el comedor. Dicen que les da igual dónde comerlos, que solo quieren hacerlo una vez más. Para nosotros también son especiales: los cuidábamos mucho, eran muy variados, muy trabajados. Es bonito ver el cariño que despiertan.
–Empezó a trabajar aquí con solo 15 años. ¿Qué ha cambiado más en la hostelería desde entonces?
—Todo. Las costumbres, las bodas, la manera de celebrar. Antes hacíamos banquetes enormes, con varios menús, decoraciones distintas... pero todo eso fue cambiando, y nosotros también tuvimos que adaptarnos. Al final decidimos no seguir con ese ritmo, sabiendo que la siguiente generación no continuaría. Me dio mucha pena, porque me encantaba ese ambiente. Era muy bonito trabajar así.
–¿Cuál ha sido el mayor reto en los últimos años?
—Encontrar personal. Ya nadie quiere trabajar en dos turnos. Antes dábamos cenas, pero llegó un momento en que no podíamos cubrir esos horarios. Poco a poco tuvimos que dejar de ofrecer ese servicio. Solo con los que estábamos no era posible. Es dificil buscar trabajadores ahora mismo.
–¿Por qué cree que cuesta tanto encontrar relevo para negocios familiares como éste?
—Porque es muy duro. Lo intentamos con empleados de confianza, pero no se pudo. Es comprensible: llevar un negocio así no es sencillo. Aún así, me quedo tranquila, sé que nuestros trabajadores tienen experiencia y encontrarán su sitio en otros lugares.
–El pueblo de Olaberria les ha mostrado mucho cariño. ¿Qué ha significado ese reconocimiento para su familia?
—Muchísimo. Lo agradecemos de corazón. El 23 de junio, durante la víspera de San Juan, el pueblo nos homenajeó. Estuvimos las cuatro generaciones juntas: mi ama, de 92 años, yo, mi hija Nerea y mi nieta Uxue. Nos entregaron un pañuelo con una frase bordada: 'Eskerrik asko herriari emandako guztiagatik'. Lo tenemos colgado en el restaurante. Fue muy emotivo. Y ahora queremos devolver ese cariño: mañana haremos un lunch, como agradecimiento. El pueblo nos ha dado mucho, y queremos despedirnos bien, con alegría.
–Si tuviera que definir en una frase lo que Arrieta ha sido para el pueblo, ¿cuál sería?
—Trabajo, mucho trabajo... pero también fidelidad. Hemos tenido clientes que se casaron aquí, que celebraron sus bodas de oro y de diamante con nosotros. Muchos han estado toda la vida a nuestro lado. Eso nos llena de orgullo.