Recuerdo unas fresas salvajes que mi abuelo me mostró en el campo. Eran muy pequeñas y muy blandas; al cogerlas se deshacían entre los dedos, ... que quedaban de un color rojo y un olor sumamente aromático. Los fresones que hoy puedo comprar son grandes, aromáticos y sabrosos, pero nada comparable –al menos en mi recuerdo– con aquellas frutillas pequeñas y frágiles de mi niñez.
Al sur de Chile, en tierra de mapuches, los nativos cultivaban una fresa grande de color blanco, aunque de sabor menos aromático que las salvajes de Europa. Amédée-François Frézier, fue un mercader y espía francés que cuando vio los campos de fresas mapuches quedó prendado de ellas y pensó que sería un buen regalo para el rey francés. En 1714, regresó a Francia con cinco plantas, pensando que se podrían cultivar, pero no fue así. La razón de que no germinasen la descubrió un joven botánico llamado Antoine Nicolas Duchesne: todas las plantas que había llevado Frézier eran femeninas. Para poderlas cultivar había que importar tanto las plantas femeninas como las masculinas. Y así se hizo. Además de las fresas chilenas llegaron a Europa las de Virginia, Estados Unidos. Las virginianas eran muy sabrosas, pero muy pequeñas. Por una de esas causalidades de la vida, se cultivaron las fresas chilenas al lado de las virginianas. Los pólenes de una fertilizaron los de la otra y el resultado fue el fresón del que derivan los que hoy comemos.
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