Los locos intentos de asesinar a Hitler
El Führer sufrió más de cuarenta atentados, pero ninguno se consumó con éxito
anje ribera
Viernes, 18 de marzo 2016, 18:08
Llegó un momento en la Segunda Guerra Mundial en el que acabar con la vida de Adolf Hitler se convirtió en una obsesión, tanto para los aliados como para los propios opositores internos al régimen nazi. Sufrió más de cuarenta atentados y se confeccionaron innumerables planes para llevar a cabo incluso su secuestro, pero el Führer siempre salió indemne. Paradójicamente, fue él mismo quien acabó con su vida en el búnker de Berlín donde se refugió cuando la derrota era inevitable y los soldados soviéticos estaban a las puertas de la capital del Tercer Reich.
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Hubo sobredosis de ideas, la mayoría estrafalarias y sin ningún viso de que pudieran convertirse en realidad. Pero algunas sí llegaron a concretarse en planes bien diseñados por oficiales de la inteligencia británica o estadounidense. Otras, obra de visionarios, nunca pasaron de la esfera de meras elucubraciones hipotéticas. Se trataba de auténticas locuras que al ser presentadas ante los dirigentes de Londres o Washington apenas generaron algo distinto a la hilaridad.
Gran parte de estas iniciativas tuvieron lugar tras el desembarco de Normandía, con el ánimo de acortar una contienda que, aunque ya se inclinaba hacia el bando aliado, seguía generando un número de víctimas inasumible. Las principales intervenciones que llegaron a diseñarse se englobaron dentro de una operación denominada Foxley, según un extenso expediente al que han tenido acceso los historiadores especializados en la contienda una vez que el Gobierno de Reino Unido ha considerado que transcurrió ya el tiempo suficiente para que viera la luz sin que su publicación pudiera generar problemas. Al parecer, el proyecto contó con el beneplácito del Estado Mayor y del propio primer ministro, Winston Churchill.
Ciento veinte páginas guardadas hasta hace poco a cal y canto en la Oficina de Registros Públicos de Londres recogen todos los intentos de acabar con el Führer coordinados por la Dirección de Operaciones Especiales. Bajo el control del general Colin Gubbins, encargado de los departamentos clandestinos, la iniciativa aglutinaba las acciones secretas llevadas a cabo en la retaguardia nazi.
Muerto el perro...
Los británicos fueron quienes mayor empeño pusieron en los planes para acabar con el líder nazi. Los principales mandos de su ejército creían que muerto el perro se acabaría con la rabia. Para ello se basaban en la teoría de que los soldados germanos veían a su líder supremo como un ser sobrehumano y que era su liderato carismático el que mantenía la unidad del país a pesar de los incesantes bombardeos de sus ciudades y de las consecutivas derrotas en los distintos frentes.
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«Matad a Hitler y no quedará nada», sostenía aquel entonces el vicemariscal del aire francés Alan Patrick Ritchie, que en junio de 1944, de forma paralela a la entrada de las tropas aliadas en Europa por Normandía, actuaba como asesor de los servicios secretos ingleses. Sugirió la opción de perpretar el magnicidio durante una visita de Hitler a un castillo próximo a Perpiñán.
No obstante, pese a que desde Londres se confeccionaron numerosas estrategias para atentados, que se sepa, nunca se llegó a materializar ninguna. La causa fue que en la cúpula de los mandos aliados nacieron fuertes discrepancias sobre la conveniencia de acabar con el Führer. Hubo quien, como el mayor de operaciones especiales Field Robertson, consideraba que lo único que se conseguiría era crear un mártir. Además, en su opinión, Hitler se trataba de un pésimo estratega y mantenerlo con vida garantizaría la victoria final. Sin embargo, sí se autorizó redactar el guión de las posibles acciones.
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Se barajaron fórmulas diversas: francotiradores que dispararan a Hitler desde la distancia, operaciones con comandos paracaidistas, bombas en actos en los que estaba prevista la presencia del dictador, ataques con granadas durante sus discursos, envenenamiento de sus comidas, descarrilamientos a la entrada de los túneles de las unidades ferroviarias en las que viajaba habitualmente, maletines explosivos al paso de su vagón especial por una estación o bombardear Berchtesgaden, su refugio de montaña en Baviera, conocido popularmente como El Nido de las Águilas.
De entre todas las opciones barajadas, los documentos subrayaban las altas posibilidades de éxito de un ataque en Berchtesgaden, bien mediante un tirador de élite que desde gran distancia alcanzara al dictador durante uno de sus paseos matutinos o con el uso de un bazuca con el que disparar contra su coche. La accesibilidad a Hitler aumentaba en Baviera porque allí, donde se sentía a salvo, se caracterizaba por ser un hombre de costumbres fijas.
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Estas y otras 'confabululaicones' han quedado a la vista gracias a la desclasificación de numerosos documentos durante largos años ocultos bajo la condición de 'top secret'. También algunas alocadas propuestas como hipnotizar a Rudolf Hess, antiguo jerarca nazi preso en Gran Bretaña desde 1941, para que volviera a Alemania y asesinara a Hitler; envenenar el suministro de agua de su refugio o el del depósito de su tren con ayuda de una de las señoras de la limpieza...
El ladrón converso
A la hora de personificar los intentos de magnicidio debemos recurrir a la figura de Eddie Chapman, un experto ladrón de cajas fuertes que, a cambio de eludir la pena que le fue impuesta al ser capturado por la Policía, aceptó convertirse en agente doble británico-alemán. Cumplía condena en Jersey, una de las islas normandas del Canal de la Mancha invadidas por los nazis, cuando fue captado por Berlín para convertirse en espía para su causa.
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Tras un período de formación en tierras teutonas Chapman fue lanzado en paracaídas sobre Inglaterra, pero allí contactó de inmediato con la inteligencia británica para ofrecerse a llevar a cabo un atentado suicida contra Hitler. Para ello se aprovecharía de su presencia en las primeras filas de un mitin que próximamente protagonizaría el líder del Tercer Reich.
El MI5 vio con buenos ojos aquel plan. Sus gestores estaban convencidos de que Chapman quería borrar con ello su pasado delictivo. Sin embargo, tampoco este complot llegó a materializarse. Al parecer, se dudaba, no del exladrón inglés, sino de su contacto en Alemania, un tal doctor Graumman. Aunque se presentaba como opositor al régimen nazi, su filiación no parecía clara.
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Secuestro
También llegó a estudiarse el secuestro del Führer, según una carpeta de documentación que recogía planes descartados por la RAF británica localizada en los archivos londinenses de Kew. Bajo el título '1941. Proposición de secuestro de Adolf Hitler a Inglaterra por su piloto personal', se esconde un proyecto desclasificado en 1987 y que había sido confeccionado por un grupo de oficiales de las fuerzas aéreas. Propusieron convencer al teniente general Hans Bauer, encargado de trasladar en su aparato al dictador nazi, para que lo entregara a Gran Bretaña. El texto asegura que incluso se llegó a acondicionar un aeródromo en Lympne, cerca de Folkestone, para que el avión aterrizara con su 'carga especial'.
La idea primitiva del rapto nació, según parece, en el cerebro de un búlgaro que respondía al nombre de Kiroff y que era suegro de Bauer. Kiroff contactó en Sofía con el teniente coronel Alexander Ross, agregado militar de la Embajada británica, solicitando a cambio que toda su familia fuera acogida en tierras de Reino Unido.
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El proyecto, que a la postre tampoco se convirtió en realidad, sí maduró. Hasta se ideó un plan de señales para cuando el avión con Hitler se acercara a territorio inglés. Una vez cruzado el canal viajaría siempre con el tren de aterrizaje abierto para que las defensas antiaéreas supieran que no debían disparar contra él y al acercarse a su pista de destino lanzaría señales luminosas de emergencia cada quince segundos.
El plan estaba previsto para el 25 de marzo de 1941, pero surgió un imprevisto. Bauer dio muestras de una fidelidad absoluta al Führer y nunca se propuso desertar.
Hormonas femeninas
Los estadounidenses también dispusieron sus propias estrategias, aunque pocas estaban dirigidas a asesinar a Hitler. En Washington eran más partidarios de desacreditarle. Así, por ejemplo, como el Führer era devoto de la verdura, el científico Stanley Lovell propuso inyectar hormonas femeninas en hortalizas para incrementar el desequilibrio que se le atribuía al dictador. Así, aumentarían sus reacciones histéricas y sus ataques de ira hasta producir un shock emocional que le conduciría a la demencia.
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Lovell, un hombre dotado de mucha imaginación, también estaba convencido de que Hitler sufriría transformaciones físicas como la caída de su bigote o la alteración de su voz hasta adquirir el tono de las sopranos. Se dice que, para llevar a cabo el plan, un agente de la OSS (servicio secreto militar americano) llegó a sobornar al hortelano que suministraba las verduras a Berchtesgaden.
Oposición interna
Aunque la oposición interna al régimen nazi fue débil, se manifestó con mayor medida cuando la guerra parecía ya perdida. Inicialmente se limitó a la actividad planfletaria y a la resistencia pasiva, pero a medida que avanzaba la contienda y la población germana sufría en carne propia los rigores de los bombardeos aliados, se incrementaron las corrientes contrarias.
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Se cuantificaron hasta cuarenta intentos de atentados, pero ninguno se culminó con éxito gracias a la excelente labor de las dotaciones de las SS que custodiaban a Hitler y a una agenda que variaba diariamente, adelantando o acortando su presencia en los actos previstos. Además, el Führer contaba con varios dobles que lo reemplazaban en las ocasiones en las que el nivel de peligro era elevado.
Hitler ya despertaba animadversión antes incluso de provocar la Segunda Guerra Mundial. Por ello, en 1930 fue objeto de un intento de envenenamiento en un hotel y en 1933 se perpetraron contra él dos ataques a mano armada. También entre 1934 y 1937 sobrevivió a numerosos intentos para asesinarle.
El más grave de los atentados contra su persona tuvo lugar en 1938, mientras se daba un baño de multitudes en Múnich en conmemoración del golpe de estado de 1923. Un seminarista suizo llamado Maurice Bauvaud trató de dispararle camuflado entre el público presente. Fallido su intento, optó por huir a París en tren, pero fue detenido por la Gestapo por viajar sin billete. Durante el interrogatorio confesó y acabó en la guillotina en 1941.
En octubre de 1939, poco después de la invasión de Polonia, George Elser, un comunista suabo colocó una bomba casera en una cervecería donde Hitler tenía previsto ofrecer un discurso, pero el Führer se presentó media hora antes de lo previsto. La detonación tuvo lugar trece minutos después de que se marchara. Murieron siete personas. Elser fue detenido y confinado en el campo de concentración de Dachau. Cinco años después, solo veintiún días antes de que el líder del Tercer Reich se suicidara, el terrorista fue ejecutado. Desde entonces los intentos para acabar con la vida del dictador nazi se repitieron en Varsovia (1939), París (1940) y Berlín (1941).
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Destacó en 1943 el plan de magnicidio protagonizado por el miembro de la resistencia germana Fabian von Schalabrendorff, que llegó a colocar un artefacto explosivo dentro de 'El cóndor', el avión privado de Hitler. La bomba barométrica no llegó a explosionar por la baja temperatura. Unos días después, el capitán Rudolf-Christoph von Gersdoff quiso matar al Führer durante una visita a un museo. Se trataba de un ataque suicida. El terrorista, que tenía la bomba de tiempo adosada a su cuerpo, pretendía abrazar a su víctima, pero el Führer tenía prisa y rechazó el saludo. Von Gersdoff tuvo que correr hacia un baño para desactivar el artilugio antes de que se activara.
Por las mismas fechas, otro capitán, Axel von dem Bussche, planeó matarlo con el mismo sistema kamikaze, mientras Hitler acudía a inspeccionar el almacén donde se guardaban los nuevos uniformes de invierno de la tropa. Sin embargo, un bombardeo aliado obligó a suspender el viaje.
'Operación Valkiria'
Y así fueron sucesivos los proyectos para asesinar al hombre más odiado del mundo por aquellas fechas. Ninguno fraguó. Ni siquiera el mayor plan confeccionado para acabar con el régimen nazi, llamado en clave 'Operación Valquiria'. Dispuso de mayores opciones de éxito pero, una vez más, la fortuna se alineó del lado del dictador.
Recordemos. El 20 de julio de 1944 un grupo de oficiales de la Wehrmacht liderados por el coronel Claus von Stauffenberg diseñaron un golpe de Estado que tendría como punto de partida el asesinato de Hitler. Una vez caído el sátrapa, un ejército de reservistas se haría con el control del Reich.
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El conde Stauffenberg colocó una potente bomba en una habitación de la Guarida del Lobo, el cuartel general del régimen, donde el Führer celebraba una reunión con su Estado Mayor. Sin embargo, uno de los presentes tropezó con el maletín donde se ocultaba el artefacto y lo colocó en una esquina del recinto, detrás de las gruesas patas de la mesa de mapas. La detonación mató a cuatro personas, pero Hitler se salvó porque la onda expansiva quedó difuminada por el mueble.
Es más que probable que la muerte del dictador hubiera constituido el fin inmediato de la Segunda Guerra Mundial en el frente europeo, pero Hitler solo sufrió heridas y una ligera sordera. Por contra, el Tercer Reich encontró en la 'Operación Valkiria' una excusa para emprender una cruel represión, que se concretó en más de dos centenares de condenas a muerte y en cinco mil personas detenidas y torturadas. Además, entre aquel atentado y el final real de la contienda, el 8 de mayo de 1945, murieron diez millones de personas como consecuencia del enfrentamiento bélico.
Tras la conspiración liderada por Stauffenberg apenas hubo intentos de acabar con Hitler. Sobre todo porque se tomaron medidas extremas para preservar su seguridad, limitando al máximo el acceso a su persona. Hasta los más altos mandos militares estaban obligados a pasar rígidos controles y revisiones antes de entrevistarse con el jefe supremo del régimen.
Tanto Estados Unidos como Alemania rechazaron apoyar a los movimientos alemanes de oposición porque dudaban de sus intenciones reales. Los representantes de la aristocracia militarista prusiana, que sustentaron a Hitler de forma ferviente en sus inicios, querían ahora derrocarle, pero nunca contaron con el respaldo de Churchill o Roosevelt. Se dice también que Stalin frenó dos atentados, ante el temor de que el sucesor del líder nazi pudiera firmar un tratado de paz con las potencias aliadas al margen del Ejército Rojo.
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Además, ni en Londres, ni en Washington, ni en Moscú querían que el fin de la guerra llegara de la mano de un golpe de Estado. Perseguían una derrota militar aplastante para evitar el resurgimiento del nazismo años más tarde y para trasladar al pueblo alemán la evidencia del fracaso del Tercer Reich.
Cine y literatura
Hollywood siempre ha considerado que la Segunda Guerra Mundial es muy productiva para su negocio. Por ello, los atentados contra Hitler también han sido objeto de atención de sus cineastas, tanto a través de pequeñas películas de serie B o de grandes producciones con actores de primera línea. Así, por ejemplo, la 'Operación Valkiria' fue retratada con derroche de medios en el filme 'Valkiria' (2008), protagonizada por Tom Cruise.
Los intentos de atentar contra la vida de Hitler también tuvieron un pequeño espacio en la película 'Malditos bastardos' (2009), de Quentin Tarantino, que recoge cómo los 'malditos bastardos' judíos quisieron matarlo con motivo del estreno de una película sobre el régimen. Menos conocida es 'Complot para matar a Hitler', una producción yugoslava que en 1990 filmó Lawrence Schiller.
Como curiosidad cabe destacar la antigua película 'El hombre atrapado' (1941), que especula sobre un atentado contra Hitler por parte de un francotirador. Su argumento recoge la historia de un cazador inglés que está de vacaciones en Baviera y que, convencido de que la desaparición del dictador evitaría millones de muertos, dispara su rifle contra él, pero se olvida de introducir una bala en la recámara. A partir de entonces será implacablemente perseguido por agentes de la Gestapo.
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En el campo documental es interesante la obra norteamericana 'Los 42 complots contra Hitler'. Producida por National Geographic y dotada de alta calidad, durante cincuenta minutos resume los atentados por orden cronológico, haciendo hincapié en aquellos que ya en su momento causaron mayor conmoción. Por su parte, 'Un santo que conspiró: Recordando a Dietrich Bonhoeffer' recoge el movimiento de oposición protagonizado por el líder religioso alemán del mismo nombre. Este personaje también mereció la atención de la obra 'Bonhoeffer: Agente de gracia'. También es recomendable 'El hombre que atentó contra Hitler', de la colección 'Héroes de la Segunda Guerra Mundial', que disecciona la figura del mencionado Stauffenberg.
En el mundo de los libros, el escritor Roger Moorhouse publicó 'Matar a Hitler' (2008), mientras que Gabriel Glasman recoge en 'Objetivo matar a Hitler' (2010) una investigación histórica sobre las tramas secretas de las conspiraciones contra el Führer.
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