Las casetas reales y los bañeros de la familia real
A comienzos del siglo XX, cuando no existían toldos ni carpas, el desmontaje de la caseta de la reina María Cristina marcaba el final de la temporada de playas
Lola Horcajo y J. J. Fdez. Beobide
Viernes, 17 de octubre 2025
Con la llegada de octubre se retiraron los toldos, marcando el término de la temporada oficial de playa. A comienzos del siglo XX, cuando todavía no existían ni toldos ni carpas, las casetas de baño llenaban la playa y habitualmente era el desmontaje de la caseta real la que anunciaba el final del veraneo con la partida de la familia real. Esto ocurría muy a menudo en octubre, ya que la reina María Cristina solía alargar su estancia en San Sebastián todo lo que le permitían sus obligaciones oficiales en la corte.
Reglas «de buen orden y decencia». Las casetas de La Concha eran relativamente igualitarias, dado que sus dimensiones y equipamiento, así como los precios del servicio, estaban regulados por el Ayuntamiento. En 1912, las reglas municipales «de buen orden y decencia» obligaban a tener todas las casetas numeradas, sin grietas ni orificios, y estar pintadas con franjas de color blanco combinadas con el rojo o el azul, y con el techo blanco. Por dentro, también debían estar pintadas de blanco y provistas de asientos, perchas, tocador, palangana, agua dulce y ropa de servicio, todo «con el mayor aseo». En cuanto a las personas a su servicio, debían ser mayores de 18 años, ir vestidos con traje de lana que cubriera del cuello a la rodilla y tenían que saber nadar. La mayoría de las casetas estaban divididas por la mitad, en dos compartimentos, pero había otras que eran de uso individual.
La caseta real de baños. Evidentemente, la caseta de baños para la familia real no podía ser igual que las demás. Para la visita que la joven Isabel II realizó en 1845 a San Sebastián, se preparó una gran caseta real, rectangular, que era tirada por cuatro bueyes para introducirla en el agua y así tomar los baños «preservados de la intemperie» y de miradas indiscretas, teniendo en cuenta la estricta moral de la época.
Las posteriores casetas reales que se utilizaron en las playas de Gijón y en Comillas serían preparadas por un ingeniero naval del arsenal de Ferrol. Desde allí se transportaban desmontadas en barco hasta su destino, donde se colocaban sobre raíles para facilitar su desplazamiento hasta el mar.
'La tabaquera'. En 1887, año en que la reina regente comenzó a veranear en nuestra ciudad, también se preparó la caseta real en Ferrol. Un mes antes de su llegada, el 'Ferrolano', un vapor de ruedas de paletas de la Armada, fue enviado de Bilbao a Ferrol para recogerla y traerla a Donostia. Tardó 16 días en la travesía y se ocuparían otros 14 días más en su montaje y pruebas, hasta quedar a punto para su uso. A final de la temporada, se desmontaba y volvía a Galicia.
Esta caseta móvil y de madera, con aspecto de quiosco de jardín, era una adaptación de la usada en Gijón diez años antes. Se ubicaba en La Concha, más allá del final de la hilera de chalets, frente a villa Londaiz (hoy Maskorgain). Se montaba sobre una plataforma y tenía tres cuerpos. Su parte central era una salita cuadrangular, con su mesa y escribanía de plata. A su lado había dos pabellones octogonales, uno para la reina, decorado con telas de damasco carmesí y muselina blanca, muebles de rejilla, y lavabo y espejo de palo santo. El otro pabellón, para las infantitas (el rey Alfonso XIII apenas contaba con dos años), tenía cortinas de seda azul, muebles de rejilla y una banqueta para que las niñas pudieran llegar al lavabo. Todo ello estaba rodeado por una galería. Había profusión de macetas y flores, de las que se encargaba el jardinero real Pierre Ducasse. La morada bandera real ondeaba sobre la caseta cuando estaba la familia real presente.
La caseta estaba colocada sobre cuatro railes de 60 metros asentados en la arena. El primer año, a la hora del baño, se dejaba deslizar la caseta por su propio peso hasta la orilla. Para retirarla, en cambio, eran necesarios treinta hombres. Al año siguiente, se colocó un pequeño motor de vapor sustituyendo, en adelante, a la fuerza humana. A esta caseta, cuyos pabellones recordaban a cajas para guardar tabaco, se le apodó popularmente como 'la tabaquera'.
Los bañeros reales. Al servicio de la familia real había una cuadrilla de nueve bañeros. Su oficio lo ejercían sobre todo pescadores, aunque también había carpinteros constructores de sus propias casetas. Todos eran gente sencilla, como el bañero real que, cansado de las travesuras del rey niño durante el baño, una vez fue capaz de decirle: «Tú, chico, ¡estate quieto! Si no te doy un 'zartako' que no te quita ni tu madre». La reina, que se encontraba cerca, rió la ocurrencia.
Los bañeros eran muy apreciados por la reina, que no olvidaba repartir regalos, juguetes y espléndidas gratificaciones a final de temporada para agradecerles su dedicación.
Delirios de grandeza. Manuel Carrasco era carpintero de profesión y bañero, llegando a atender, junto con sus familiares, tres grupos de casetas en la zona próxima a la caseta real. En 1887 fue nombrado patrón del grupo de bañeros de la familia real. Aquel mismo año iba a tener su cuarto hijo, una niña a la que la reina amadrinó y dio su nombre. María Cristina Carrasco Urcola nació en noviembre y la noticia de su bautizo en la iglesia de Santa María apareció en la prensa nacional aunque, por hallarse la reina en Madrid, en su representación actuó la esposa del gobernador militar.
La cercanía y el reconocimiento de la familia real, con el tiempo, le pasaron factura a Manuel Carrasco. El pobre hombre pretendía vivir como un rico aristócrata y dejó de trabajar. La situación llegó a ser insostenible para él y su familia, que ya contaba con nueve hijos: «Demente, fue recluido en el manicomio de Santa Águeda (Arrasate). El desdichado, desde que perdió la razón, se atribuía una representación análoga a la de la augusta señora a cuyo servicio estaba en la temporada veraniega». Padecía monomanía de grandeza y, una semana más tarde de ser ingresado, falleció en abril de 1899.
La caseta real morisca. En 1894, la Diputación de Gipuzkoa, que ya se había encargado de renovar el mobiliario de la caseta real, decidió hacer una caseta nueva para sustituir la anterior, que ya tenía más de 15 años y que había sufrido los embates del mar. Además, así se evitaba el trasiego de barcos y personal para llevarla y traerla de Ferrol. El encargado de su diseño fue Manuel Echave, arquitecto provincial de la Diputación. Al menos elaboró dos proyectos, eligiéndose finalmente un modelo de estilo morisco.
Su distribución era semejante a la de la anterior, con un despacho cuadrangular en el centro y dos pabellones octogonales laterales: el de la izquierda mirando al mar tenía el lavabo y el opuesto, el tocador. Rodeando el despacho central había una terraza con toldos apoyados sobre pequeñas columnas moriscas y, también como la anterior, se desplazaba ayudada por un motor externo para llegar hasta el agua y subirla a su posición.
La real caseta de baños permanente. En 1910 comenzó la ampliación en voladizo del paseo de La Concha y la modernización de las instalaciones de la playa. El viejo balneario de madera (el Perlón) situado en el centro de la playa fue demolido y sustituido por la nueva Perla del Océano, esta vez de hormigón y adosado al paseo, en donde hoy se encuentra. Lo mismo sucedería con la caseta real.
Ramón Cortázar, nuevo arquitecto provincial de la Diputación, fue quien diseñó el pequeño palacete de mármol que todavía permanece. Construido con estructura de hormigón, estaba revestido de mármol blanco de carrara español, nombre de la empresa donostiarra que lo extraía de una cantera en Saldías (Navarra), y con caliza de Mutriku en la base.
Constaba de dos pisos. El superior lo ocupaba un gran salón y dos terrazas laterales. Por dos escaleras de mármol se descendía al piso bajo, donde se encontraba un despacho para el rey, un gran salón y los baños. Paredes, puertas, ventanas y techos estaban pintados de blanco, así como los muebles de mimbre, que eran de factura guipuzcoana. La principal nota de color estaba en los suelos, decorados en mosaico de la casa Nolla. En el sótano se encontraba un motor para subir y bajar una barca entoldada, que descendía hasta el mar sobre carriles. La obra costó 100.000 pesetas.
Se inauguró en el verano de 1911, siendo los nietos de la reina María Cristina los que más la utilizarían Actualmente, acoge a la Federación Guipuzcoana de Piragüismo.
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