«Hace 50 años que veo las vistas de San Sebastián desde las alturas y sigo enamorada»
El Diario Vasco recorre el interior de la torre de la mano de los vecinos Marixus García, Merche Pardo y José Vispe, que estrenaron el edificio. «Da vértigo, pero te acostumbras».
'Veinte años no es nada', decía el famoso tango de Carlos Gardel, pero cincuenta «es toda una vida». La Torre de Atotxa sopla las velas y celebra medio siglo siendo el techo de Donostia. Poco queda de aquella San Sebastián de 1973, pero sus vecinos han sido testigos desde las alturas de la evolución de un barrio y una ciudad que «nada tiene que ver con la de entonces».
Marixus García no era más que «una niña, una veinteañera» que invirtió su primer sueldo para pagar la señal de su vivienda. «Irradiaba felicidad por todos los poros». De aquellos primeros vecinos casi todos tenían un perfil similar: familias jóvenes que se convertían en propietarios. Merche Pardo era una de ellas. «Recuerdo que muchas mujeres llegamos embarazadas o lo estuvimos al poco tiempo. Aquí han nacido muchísimos niños». Si no, que se lo digan a José Vispe. «Mis hijos jugaban en el descansillo con sus amigos de otros pisos». Ellos tres, Marixus, Merche y José son de los últimos residentes que entraron a vivir en la torre hace medio siglo y continúan a día de hoy. El Diario Vasco recorre de su mano el interior de la torre donostiarra.
«Jamás se me va a olvidar aquel invierno de 1973. Sabíamos que iba a ser un edificio alto, pero hasta que no estuvimos dentro no nos lo imaginamos. Da vértigo. Con el tiempo te acostumbras, pero es verdad que mirar hacia abajo desde las ventanas asusta». Merche, que vive en un 15º, tuvo que adaptar sus ventanas «por si acaso» para evitar sustos. «Cuando llegué tenía un hijo de un año. Al poco tiempo nació mi segundo hijo. Me daba pánico que se acercaran a la ventana».
La mejor grada de Atotxa
No obstante, mientras que un posible accidente le daba «terror», las vistas y el hecho de tener la ciudad a sus pies es uno de los mayores encantos que valoran cada día más. «Nada más cruzar la puerta principal está el ventanal del salón. Disfruto de estas vistas desde hace 50 años y todavía sigo enamorada de ellas», reconoce Merche con una sonrisa mientras repasa las miles de fotos de «preciosos» atardeceres que guarda en la galería de fotos de su móvil. No hay rincón de la ciudad que se les escape. «Desde aquí vemos todo y hemos visto de todo. El derribo del antiguo Kursaal o la plaza de toros de la plaza del Txofre, por ejemplo. Todavía recuerdo cómo salían camiones llenos con la arena y la tiraban a la playa de la Zurriola», revive José. No han sido los únicos cambios: el paseo Duque de Mandas actual «no tiene nada que ver con el anterior», han visto el renacer del Kursaal y Tabakelera, o la desaparición del antiguo campo de Atotxa.
Noticia relacionada
Atotxa, la torre donostiarra con alma escandinava
Este último supuso un momento triste para los aficionados txuri-urdin, pero estos vecinos reconocen que su derribo dio paso a un barrio más moderno. «Había un olor malísimo, muchísima suciedad y los días de partido era un caos. Ahora que tenemos la plaza, con bares y un supermercado estamos mucho más contentos», coinciden. El mítico estadio dejó momentos grabados. «Yo veía los partidos desde casa», reconoce Merche. «Celebrábamos los goles casi antes de que entrara el balón. Teníamos una visión privilegiada del campo». Su casa y la de sus vecinos se llenaban de familiares y amigos los días de fútbol, mientras que otros muchos desconocidos trataban de aprovecharse de ello. «El presidente de la comunidad y el portero bajaban siempre al portal a controlar. Muchos querían entrar y tratar de convencer a algún vecino para ver el partido desde su ventana. A mí me ofrecieron una bandeja de pasteles», asegura José.
Ahora el único balón que rueda en Atotxa es el de los niños que juegan en la plaza, pero sigue siendo un lugar ideal desde el que disfrutar de los eventos de la ciudad. «El encendido de luces de Navidad lo vimos desde aquí. Parecía que lo habían hecho para nosotros. Estaban justo aquí debajo», apunta Merche mientras señala al río Urumea. En casa de Marixus sucede algo similar. «En Semana Grande mi nieto siempre me pide venir con su cuadrilla a ver los fuegos. No hay ningún sitio como la casa de la amoñi para eso», afirma.