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La felicidad debe de ser esto
Inquebrantable en su fe y aferrado a su fútbol, el equipo de Imanol logra el pase a la final de Sevilla
Treinta y dos años después, la Real Sociedad mira de nuevo al balcón del Ayuntamiento de San Sebastián en Alderdi Eder que simboliza su gloria. La tiene a un paso, el más difícil de dar, es cierto, pero sólo es uno y esta vez las razones para confiar han aumentado. Los realistas se ganaron el derecho a soñar. Toda la mística copera de la Real se escenificó en el campo del Mirandés y en los alrededores desde bien pronto. Fue tan grande, tan inolvidable, que cada hincha de este viejo club se vio obligado a hacer memoria en mitad del delirio cuando el árbitro pitó el final del partido y la Real certificó el pase a su séptima final de la historia. Hubo entonces que recordar a los seres queridos que no pudieron vivir una alegría tan enorme, a todos los grandes futbolistas realistas que han cimentado la leyenda de este equipo a lo largo de años, a los actuales jugadores, jóvenes decididos a comerse el mundo, y a un entrenador, Imanol Alguacil, que ha dirigido con mano maestra una revolución maravillosa. Llegó para apagar un incendio y ha provocado uno.
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Fue una victoria de todos, además, conseguida con grandeza, con el alma y el talento. Pasará el tiempo y nadie olvidará lo ocurrido ayer en Anduva: el gol de Oyarzabal, de penalti, poco antes del descanso, ya es eterno. Nadie olvidará esta felicidad a la que ya solo le queda consumarse el próximo 18 de abril en el estadio de La Cartuja en Sevilla ante el Granada o el Athletic que juegan hoy. Será una gran final. El último paso hacia la gloria tras una trayectoria inmaculada en la que la Real ha ganado todos los partidos.
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Elegidos para la gloria
Era un encuentro al límite, sin aire, de los que exige el máximo y obliga a estar atentos a todos los detalles. Se temía que la ansiedad maniatara a los realistas, un equipo joven colocado de repente en el centro del escenario. No fue el caso. La Real se traicionó a sí misma para ganar porque si acostumbra a jugar al pie desde el portero, ayer jugó siempre en largo. Pero lo que no cambió fue alma. Siempre tiró hacia arriba con fe y criterio sin descuidar la retaguardia. Y ya está de nuevo aquí, entre nosotros, la final de Copa tras una de esas gestas que figurarán ya para siempre en la historia del club.
Miles de niños y jóvenes han comprobado que sus padres no les habían mentido, que la Real podía ser grande y uno podía entregarse a él no por un sentimentalismo a duras penas heredado sino con verdadera pasión.
Fue una victoria de todos. Desde Hondarribia a Mutriku, desde Irun a Eibar. Todos empujamos para lograrlo. Muchos jóvenes que llevaban toda su vida esperando algo así, soñando con ver a una Real grande, a la altura de su leyenda, a esa Real campeona de la que tanto habían oído hablar. Ese relato de la grandeza antigua se ha estado desgastando a base de decepciones, amarguras y torpezas. A veces, incluso parecía que esos bellos recuerdos sólo servían para ahogarse en la nostalgia de los viejos tiempos. Hasta ayer.
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La trascendencia va más allá de la satisfacción inmensa que supone volver a disputar una final. Lo verdaderamente importante es lo que este triunfo tiene de esperanza en el futuro y de reafirmación de un club especial, único. Llegar a la final es también un premio merecido para una plantilla y para un entrenador que han apostado por la Copa como hacía muchos años.
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