La estancia en Nagasaki no podía terminar de otra manera que en caos. Con tanta cobertura informativa y tras tener que producir tanto contenido en ... todas las plataformas posibles la noche se nos vino encima. Como eran las últimas horas en una ciudad que nos ha ganado por haber podido vivir tantísimas experiencias diferentes a las que no estamos acostumbrados, decidimos alargar un poco más la estancia teniendo en cuenta que íbamos a poder dormir en el avión rumbo a Tokio.
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Nos retiramos pronto, pero como Chinatown queda algo a desmano elegimos montarnos en un taxi. Como veníamos contando en anteriores etapas, la jubilación no existe y el taxista alcanzaría los 80 años. Llegamos sin problemas al hotel, pero fue sacar el datáfono, su arma de destrucción masiva, y comenzó la locura. Después de realizar más de 20 intentos, y sin saber si nos había cobrado 20 veces con siete u ocho tarjetas distintas, llegamos a la conclusión de que no tenía ni idea de utilizar el aparato. Eso o que nos estaba estafando. Viendo su cara de angustia, desechamos rápido esa opción. El hombre, como no podía ser de otra manera, quería cobrar los 1.570 yenes (más de 9 euros) como fuese.
Decidimos subir al hall del hotel para que el propio establecimiento pagara el dinero, pero nos sorprendió que nuestro buen amigo dejara el taxi en marcha, con las llaves puestas, completamente abierto y con las luces encendidas. Díganme un habitante que confíe más en sus compatriotas. Cobrar nueve euros pudiendo perder un negocio. Quizás así comenzaría su merecida jubilación. De nuevo problemas porque en recepción había que pagar en metálico sí o sí y no disponíamos de yenes. Tras media hora de gestos inentendibles, una amable recepcionista pagó de su bolsillo. ¿Le habrían robado el taxi a nuestro amigo? Por la mañana, como no podía ser de otra manera, le abonamos el importe. Ya vislumbramos el monte Fuji y dormimos entre los rascacielos de Yokohama tras un aterrizaje con susto en Tokio.
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