¿Todo por la patria?
La imagen de hoy en el Supremo es el cuadro de una época. Y no es lo mismo la pena de huida de Puigdemont que la pena de banquillo de Junqueras
El andamiaje democrático español está sufriendo el desgaste de materiales seguramente más corrosivo desde la Transición. Pero está exhibiendo, en paralelo, un músculo notable para ... masticar, deglutir y asimilar acontecimientos históricos -y aquí el calificativo no resulta exagerado- que resultaban inimaginables y que no han bastado para derruir al Estado aunque hayan puesto a prueba su credibilidad y su entereza. Dos de ellos son muy recientes y se han librado ante los tribunales. Uno, el ingreso en prisión de Iñaki Urdangarin por corrupción, tras un juicio que sentó en el banquillo a su mujer, Cristina de Borbón, infanta de España, hija del Rey Emérito y hermana del monarca que ejerce la Jefatura del Estado bajo un escrutinio social desconocido desde la Transición. El segundo, la insólita declaración como testigo ante la Audiencia Nacional de un presidente de Gobierno -Mariano Rajoy- por la putrefacción de la Gürtel. El primer escándalo aceleró la abdicación de Juan Carlos I. El hedor dejado a su paso por Bárcenas, Correa y compañía acabó por desalojar a Rajoy de la Moncloa en la única moción de censura que ha triunfado en las Cortes en este período constitucional. Esta mañana, España ha roto otro tabú: el del que el Estado no se iba a atrever a combatir en los tribunales el desafío del independentismo a la legalidad constitucional.
La imagen inédita de Oriol Junqueras y otros once dirigentes del procés sentados, nada menos, que en el banquillo del Tribunal Supremo ya está inmortalizada. Esa imagen es, en sí misma, el cuadro de una época. Y en ella no aparece el autoexiliado Carles Puigdemont. Junqueras, que trabó al frente de ERC el adelanto de las catalanas que habría evitado la declaración unilateral de independencia, arrostra ahora las eventuales consecuencias penales de sus decisiones. El Puigdemont que se amilanó porque le llamaron «traidor» ha tratado de hacerse valer hoy en la causa con unas declaraciones desde Bélgica. Pero no es lo mismo la pena de huida que la pena de banquillo. No es lo mismo el derecho a decidir quedarse que el derecho a decidir irse. Y en este día convulso, en la realidad política que se dilucida, paralela, en el Congreso de los Diputados, el Gobierno, el secesionismo y la oposición de derechas libran el pulso determinante de la legislatura con los Presupuestos como detonante argumental.
Esta mañana, Jordi Pina, el abogado de Jordi Sànchez, Josep Rull y Jordi Turull, ha pedido explícitamente a los juzgadores del Supremo «que sean magistrados, no héroes nacionales». «No hagan de salvadores de la patria, porque de eso no va este procedimiento», ha zanjado. Pero esta causa sí va de la patria. Del modo en que el independentismo interpreta Cataluña como una nación soberana y del modo en que ha tratado de avanzar hacia la República y consumarla retando los límites de la legalidad constitucional. De hecho, el arranque de esta vista histórica invita a preguntarse hasta dónde va a operar el 'todo por la patria'. Si más allá de focalizar la defensa, mirando al mundo, en la denuncia de un supuesto 'juicio político', los letrados de los acusados van a perseguir la absolución o una condena corta rebajando las intenciones y el alcance de las decisiones adoptadas por sus patrocinados y teniendo que reescribir, por tanto, el relato épico de la Cataluña oprimida pero sonriente que sacudió los cimientos del Estado español. O si, en coherencia con la convicción de no pocas voces del secesionismo de que la condena ya está redactada, optan por de perdidos, al río. Por reivindicar el desafío y su crédito personal y político al protagonizarlo. En definitiva, por aferrarse al todo por una patria encallada, con una pulsión rupturista que, sí, pervivirá a este juicio, pero como lo hará también la fractura ciudadana que desgarra la convivencia en Cataluña.
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