Esta es la historia de un experimento. De un experimento periodístico sobre la memoria de nuestra tragedia colectiva. El relato de la charla, una luminosa mañana del invierno donostiarra, entre una reportera cargada con la mochila de su vivencia del horror y un adolescente con el lienzo de los recuerdos en blanco recorriendo juntos la exposición sobre Gregorio Ordóñez en el Palacio Miramar. El 23 de enero de 1995, el día que se hizo abruptamente de noche cuando ETA asesinó al concejal del PP en el bar La Cepa, ella se estrenaba como becaria en el primer periódico en el que trabajó. A Martín -16 años, espigado, ensayo de coquetería con media melena y gabán gris- le quedaba aún un puñado de años para venir al mundo. La violencia etarra y las otras que la entreveraron siempre formaron parte, desde niña y como para miles de vascos, del paisaje sentimental de la periodista, que evoca en cada esquina de la muestra de Ordóñez a todas las víctimas cuyos asesinatos tuvo que cubrir o de los que escuchó hablar como una letanía de desgarros. A su lado, Martín nunca ha sentido a ETA como una presencia vital, como esa sombra de amenaza y tristeza perenne que enturbió la existencia de generaciones enteras de gentes de este país. Las que padecieron el coche bomba y el tiro en la nuca; las que afrontaron la represión por subirse al tren a ninguna parte de la lucha armada; las que supieron, aunque no quisieran saber y miraran al infinito indoloro. Martín no conserva en su álbum de vida apenas ninguna imagen de lo que significó ETA, tenía solo ocho años cuando la organización terrorista decretó el final definitivo de sus crímenes. A la periodista se le hace muy raro conversar con uno de los suyos, con otro vasco como ella aunque les separen tres décadas, con la mirada limpia sobre lo que nos pasó. Muy raro, pero también muy estimulante y casi terapéutico.
Publicidad
Apenas se conocen, aunque sí lo justo para que la organizadora del encuentro sepa que tiene a su lado a un chaval inteligente, inquieto y con la suficiente curiosidad por lo que le rodea como para dejarse tentar por semejante embarcada un día de fiesta. Han hecho un pacto previo: él no manchará ese lienzo inmaculado de su memoria preparándose la lección. No va a saber antes de pasearse por la exposición –ella le ha pedido que no lea nada- lo que no le hayan contado previamente sobre Ordóñez, el hombre al que mataron. La nuestra es también la historia de todos aquellos padres que, opuestos al terrorismo, prefirieron hurtar a sus hijos el conocimiento de lo peor; un afán de protección, instintivo o consciente, para que no padecieran ese terrible legado colectivo. A Martín le encanta la Historia, lee sobre ella; otra rareza. También le gusta la política, con un poso de pasión en sus reflexiones que hacen intuir a su cicerone que acabará llevándose algún chasco, que terminarán decepcionándole. Pero no es el día para aguarle, con resabios de vieja, la convicción adolescente en lo que piensa. Al fin y al cabo, ella también sigue con interés, pongamos, a Pepe Múgica. Martín es uno de esos jóvenes vascos que no sabe a ciencia cierta no ya quién fue Ordóñez, tampoco otra víctima tan emblemática como Miguel Ángel Blanco. Pero para pasmo de la que le escucha, sí ha leído sobre el asesinato de Carrero Blanco. Uff, los trágicos fantasmas de la Guerra Civil y de la dictadura franquista como justificación del horror, el prejuicio aflora casi sin pretenderlo en el ánimo baqueteado de la reportera. Pero entonces Martín se descuelga con un arranque de franqueza que –ella se percatará al rato- parece ser marca de la casa.
-¿Que qué pienso yo de la violencia? Pues qué voy a pensar, que está mal. Que siempre está mal. No tenían que haber matado a Carrero, la dictadura tenía que haber acabado y les tenían que haber juzgado a todos. Empiezas a matar, ¿y dónde pones el límite? Tomarse la justicia por la mano no es aceptable. No puedo entender la pena de muerte.
Van caminando por la calle, aún no han entrado a la exposición. Pero Martín razona en voz alta; qué sorprendente resulta escucharle charlar sobre esto como lo haría de cualquier otra cosa, sin cautelas ni reservas, en este país nuestro tan cuajado de silencios, de verdades no dichas, de medias verdades, de abiertas mentiras. Relata lo que ve y en lo que cree con desarmante naturalidad, solo aparentemente inhibido porque no tiene confianza aún con la que lleva al lado y vete tú a saber lo que va a escribir. Bastan un par de minutos para saber de qué pie –político- cojea, aunque lo más desconcertante es eso, que hable de ello, y que cuente además que lo hace con amigos suyos con parecidos intereses y, en algún caso, distantes ideológicamente. Vascos de nueva generación que no han conocido el terrorismo hablando sin recelos, con libertad, de política. La periodista se recrea en todo lo bueno que hay en esa estampa mientras contemplan juntos 'La muerte temprana', el vídeo con los emocionantes testimonios de sus colegas Mitxel Ezquiaga y Fernando Segura que trazan para los visitantes la semblanza de Gregorio Ordóñez y lo que representó su pérdida por la fuerza en aquella San Sebastián, a la vez «monegasca y herzegovina», que tan ajena resulta a la generación de Martín. Cada uno tenemos una aproximación íntima, particular, a las cosas que nos circundan. Él ha permanecido callado en los minutos que dura la proyección, pero le sobrecoge el dato que puede leerse en una de las vitrinas: que ETA segó la vida de 392 personas solo hasta 1982. Tardó casi 40 años más en evaporarse.
Y enseguida llega la bala. Esa bala. Aquella bala.
El proyectil reluce, desteñido ya su baño dorado, junto a algunos de los objetos más queridos por Gregorio: el desgastado maletín de piel marrón, un móvil del principio de los tiempos, el cuaderno con sus notas de aprendiz de euskera. Lo que llevaba cuando un pistolero etarra le reventó la cabeza y la vida. Y allí, junto a los restos del hombre y el político que fue, reposa la bala, apenas unos centímetros de metal que concentran toda la iniquidad de la violencia, del amedrentamiento de otro ser humano hasta su exterminio. Un día, Ordóñez entregó esa bala a un periodista que ha sido su custodio desde entonces. Se la habían dejado en el casillero del Ayuntamiento, no podía haber una amenaza más explícita y grosera: 'Te tenemos en nuestro punto de mira, sabemos lo que haces, podemos llegar hasta ti y podemos matarte'. Ella es la intermediaria de la historia, la relatora para Martín de lo que esconde ese pedazo de metal. Silencio durante unos cuantos pasos, algunas palabras sueltas. Pero el imán de la bala es irresistible.
Publicidad
-Eso sí que me ha impresionado. Yo creo que me habría encerrado en el despacho y no habría salido más. No sé cómo sería como político, pero Gregorio era un valiente.
La acompañante objeta: uno no sabe nunca lo que puede llegar a decidir en situaciones extremas –lo peor y lo mejor- y en Euskadi hubo gente que resolvió, cabalmente, no ceder a la coacción etarra. Él le da una vuelta, todavía indeciso consigo mismo, con lo que haría hecho colocado en un trance como ese: «Sí, si renuncias, que es lo que ellos quieren, ganan». Martín siente aversión hacia la agitación banderiza, le resulta absurdo imaginarse dando la vida «por algo tan abstracto como España o Euskal Herria poniendo esa bandera por encima de los demás. ETA le puso un lauburu y Franco, el águila». ¿Y el perdón? ¿Cabe perdonar, incluso si quien te infligió el daño más profundo no emite señal alguna de que eso le remuerda la conciencia?
-No sé si se puede perdonar cuando te han hecho algo tan imperdonable como quitar la vida. La vida es lo más valioso. Y creo que el perdón se está banalizando, casi todos los días alguien pide perdón en público por algo. Vale, dices esas seis letras, pero no sirven si no están ligadas a una reflexión, a un arrepentimiento. Yo puedo llegar a entender por qué has hecho lo que has hecho, pero no te puedo perdonar si no lo reconoces.
Publicidad
-Y vuestra generación, ¿tiene que saber? ¿Tenemos que contaros?
-Sí, tenemos que saber. El que no conoce la Historia está condenado a repetirla. Después de ver esto, me arrepiento de que no me hayan contado. Los que apoyaban a ETA no estaban de acuerdo con el marco en el que se movían, mataron y dejaron miles de familias destrozadas.
-Quizá los que tenemos memoria también deberíamos intentar no convertirnos en tóxicos para vosotros.
-Se puede saber y conocer la verdad. Y luego yo saldré de aquí y seguiré construyendo mi vida. Me gusta cómo vivimos ahora, con un nivel de vida alto, con tolerancia, aceptando a gente de todas las ideologías y sin juzgar a nadie. Para mí es muy importante que estemos en Europa, donde te puedes comprar el mismo chicle en cualquier parte por un euro. No sé a quién se le ocurriría poner fronteras y rayas…
Publicidad
Ambos se van alejando de la exposición, del recuerdo vívido de Ordóñez, Ondarreta brilla este templado domingo de principios de marzo. La conversación ha girado hacia el feminismo y hacia qué hacer con la vida, la eterna presión sobre el adolescente que tiene que empezar a decidir por sí mismo y sobre sí mismo. Mientras escucha, ella mira de reojo a Martín de tanto en tanto, calibrando la promesa del hombre que podrá llegar a ser. Se dice que ni tan mal si los vascos del futuro desconocen la letra pequeña de lo que fue ETA, o de lo que fueron los GAL, pero se hacen adultos armados con la convicción esencial del sinsentido de la violencia. Si su moral crece tan sana y robusta como para discernir entre el cielo y el infierno. Y desea con toda su alma que ni Martin ni ninguno de los de su quinta tenga que ver llorar a nadie como lo hicieron, abrazadas, la viuda y la hermana de Gregorio Ordóñez otro domingo de invierno, junto a la placa que rememora quién fue aquel hombre en el lugar en el que lo mataron.
Suscríbete los 2 primeros meses gratis
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión