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Carteles a favor del sí a la independencia en una calle del centro de Barcelona. VICENS GIMÉNEZ
De la ducha escocesa al baño de realismo

De la ducha escocesa al baño de realismo

La épica de las movilizaciones de Barcelona convive con un gran desconcierto político en busca de salidas

ALBERTO SURIO

BARCELONA.

Martes, 26 de septiembre 2017, 06:53

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Las esteladas se agitan al viento en Barcelona. Son las cuatro de la madrugada y los últimos manifestantes se retiran de una plaza céntrica de la ciudad. Los Mossos d'Esquadra han hecho un pasillo para proteger a los guardias civiles que salían de la Consellería de Economía después de horas de registro. Hay cansancio en las caras de los agentes y enfado en la de los jóvenes, que se intercambian vasos de café. «Emociona mucho ver la unión del pueblo en la calle», confiesa Pau, un informático treintañero, que estuvo allí. «Yo no tengo problema en considerarme catalán y español, pero quiero que podamos votar y cuando he visto a mi vecina de Badajoz, una anciana que no sabe catalán, bajar a tocar la cacerolada llorando he pensado que esto va muy en serio», admite.

La novia de Pau es Ana, es enfermera de profesión y fue votante de Ciutadans en las últimas autonómicas. Y frunce el ceño cuando le escucha. «Nos presentan la independencia como si fuera la tierra prometida, pero mi problema es cómo llegamos bien a fin de mes con los salarios que tenemos». Y recuerda, además, que Cataluña es uno de los países con los índices de corrupción más altos de Europa. «Y ahora se envuelven en la estelada algunos de los que lo han permitido», resalta.

En el 1-O confluyen el orgullo catalanista herido y la espita de salida de un lento y difuso malestar acumulado durante años que empieza a perforar las paredes de esa mayoría silenciosa alejada del independentismo. La mezcla del combustible es potente.

Marea estudiantil

Aflora un punto de aire de rebeldía, con los estudiantes en la calle, adolescentes airados y jubilados cabreados. La Asamblea Nacional Catalana había previsto el guión. Si el Estado despliega toda su maquinaria para impedir la logística del referéndum de autodeterminación, «la llama de la protesta se extenderá en Cataluña como una marea cívica, pacífica y democrática», opina su presidente, Jordi Sánchez, que en su momento fue estrecho colaborador de Rafael Ribó, síndic de Greuges (defensor del Pueblo). «Muchos quieren el lío, pero no lo van a conseguir», sentencia.

Si la consulta encuentra dificultades para llevarse a cabo, la respuesta social será contundente. Pero, ¿derivará hacia la desobediencia activa? Es muy difícil porque Cataluña no vive un estado «insurreccional», sostiene Josep Ramoneda, exdirector del Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona. Hasta ahora. Pero el independentismo capitalizaría esta corriente emocional de irritación.

Este modelo, que podría considerarse de ciencia-ficción hace pocos meses, es una de las hipótesis de trabajo sobre la mesa de la crisis catalana. «Este es el callejón sin salida ideado por la CUP», sostiene Josep Antoni Duran y Lleida, histórico referente del catalanismo pactista hoy retirado de la primera línea de la política activa y que ha pedido a Puigdemont que desconvoque el referéndum unilateral para que, en un plazo de tres meses, se pueda consensuar una propuesta política y someterla a consulta popular. Un dirigente del PDeCAT, antiguo socio de Duran, se muestra cáustico y recuerda que Unió -el partido del catalanismo democristiano fundado en los años 30- ha desaparecido del mapa porque ha perdido el apoyo social.

El surf de los comunes

El enredo catalán ha entrado en una montaña rusa. Durante muchos meses se creyó que la única salida serían unas elecciones autonómicas. En la actualidad, este supuesto supondría un reconocimiento del fracaso de la estrategia secesionista.

El día en el que Ada Colau fue elegida alcaldesa de Barcelona, un amigo de la infancia de Joan Manuel Serrat pronosticó todo serio: «Esta chica será algún día presidenta de la Generalitat». Colau, cuya elección no fue bien recibida ni por las clases acomodadas de los barrios altos, que la consideraban demasiado izquierdista, ni por los sectores más soberanistas de la ciudad, que la veían demasiado española, se ha hecho un hueco con su empatía y un principio de proximidad que aplica a rajatabla. «Lo suyo ha sido más nadar y guardar la ropa», opina la alcaldesa de L' Hospitalet, la socialista Nuria Marín. La posición de Colau refleja la ambigüedad y ambivalencia de un movimiento que pretende convertirse en un puente transversal, que ha coqueteado con el electorado soberanista, pero sin quebrantar la ley: asume, por ejemplo, que no puede ofrecer ni locales municipales ni recursos públicos para un referéndum que está suspendido por el Tribunal Constitucional. Pero le proporciona cobertura política a Carles Puigdemont. Y, a la vez, gobierna en coalición con los socialistas. «Lo nuestro es surfear, y así estaremos largo tiempo», pronostica un dirigente de Catalunya si que es Pot. Los comunes pueden tener la llave del nuevo mapa político. Barcelona es zona de intersección.

Al estamento económico no le seduce para nada un nuevo pacto de izquierdas entre ERC y los comunes, que algunos creen que es una formula a tener en cuenta. Pesa el recuerdo del tripartito de Maragall, que sembró la cizaña interna en el campo soberanista. Un antiguo dirigente de ERC lo tiene claro. Esquerra va a capitalizar la crisis en el electorado más nacionalista de la antigua Convergència, sobre todo si Carles Puigdemont cumple su advertencia de irse a casa, o no puede presentarse porque se encuentra inhabilitado judicialmente. Y los comunes de Colau podrían rentabilizar el espacio de los socialistas, porque el relato sobre el derecho a decidir está conquistando poco a poco al electorado del cinturón industrial de Barcelona. Para los más nacionalistas, el PSC va a ser el gran damnificado de esta situación por quedarse en una tierra de nadie. Miquel Iceta lo niega categórico: «Más que nunca será el momento de la tercera vía».

Lo que se avecina no es un camino sencillo. Las élites independentistas tienen dos alternativas en los próximos días: seguir adelante con el 1-O, a riesgo de que los impedimentos del Estado lo devalúen en extremo y se coseche una participación inferior al 9-N, o suspender la convocatoria. En esta segunda hipótesis, el frente independentista estallaría por dentro. La posibilidad de que el 1-O se reconvirtiera en una votación residual -urnas toleradas en la calle, mucha participación en la Cataluña rural y escasa en el área metropolitana de Barcelona- ha perdido peso en los últimos días. En función de la intensidad del choque, será o no factible abrir a corto plazo una comisión de diálogo.

La otra posibilidad es una proclamación unilateral de independencia por parte del Parlament que agrave la situación hasta extremos imprevisibles. La hipótesis 'dura' empieza a ser barajada en determinados sectores que confían en la presión de la Unión Europea a favor de una salida dialogada.

Maragall y Pujol

Pase lo que pase, Puigdemont y Junqueras pasarán a la historia como los responsables de este salto al vacío. Tampoco la historia de Cataluña sería la misma sin dos de sus personajes hoy retirados de la vida pública. El primero, Pasqual Maragall, hoy enfermo de alzhéimer. El exalcalde de Barcelona ha conseguido el respeto de todos, hasta de sus rivales más encarnizados.

El otro es Jordi Pujol, al que los escándalos de corrupción han derribado del pedestal. Aunque vive prácticamente apartado de la vida social, su presencia provoca, a veces, situaciones incómodas en algunos actos públicos. Una última mesa redonda sobre la obra del histórico Josep Benet a la que acudió fue una elocuente muestra de esa deriva. Pujol quiso hacer una pregunta al final, una señora del público le increpó y el moderador no dio la palabra al expresident. La antigua Convergència es consciente de ese deterioro, pero también ha sido testigo de un relevo generacional. El PDeCAT es una incógnita porque la amenaza de un desplome electoral es un riesgo real. La burguesía catalanista de toda la vida siente vértigo ante un proceso que no se sabe cómo puede acabar y al que la actuación del Estado ha concedido, eso sí, un manto de épica. Pero ya se sabe que después de la ducha escocesa siempre viene un baño de realismo.

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