Decir en femenino
Santiago Eraso
Lunes, 30 de junio 2025, 02:00
Hace unas semanas acudí a un congreso internacional en la Universidad Complutense de Madrid. Durante tres días asistimos a veintinueve conferencias, de las cuales ocho ... fueron expuestas por mujeres. En principio, no presté demasiada atención a esta diferencia cuantitativa en cuanto a participación, ya que la alta cualificación de las ponentes compensaba el desequilibrio de género. Allí pude prestar atención a Cristina Catalina, Silvia Federici, Virginia Fusco, Marina Garcés, Paloma Martínez, Clara Navarro, Clara Ramas y Nuria Sánchez Madrid, y escucharlas compensó cualquier malestar en relación con la deuda que el canon filosófico tiene con las mujeres, con el feminismo, incluso con otras disidencias (este déficit podría ampliarse a otras ramas del saber).
A pesar de todo, lo que más me llamó la atención fue que, durante los debates, en los turnos de palabra casi todas las voces intervinientes fueran masculinas. De forma sistemática, los brazos alzados que se veían en la sala eran siempre de hombres. Aquella imagen de tantas voces masculinas y cuerpos varones queriendo ocupar de forma inmediata el espacio de la palabra me produjo una profunda desolación; la sensación de que, en el fondo, la relación de género en el uso de la voz en los espacios públicos no había cambiado tanto. Me vinieron a la memoria las asambleas de estudiantes en los años setenta, donde las voces de mujeres militantes eran la excepción.
Carolina Meloni González, en 'La instancia subversiva. ¿Decir lo femenino es posible?', lo cuenta así desde su propia experiencia académica y biográfica: «Como sujeto feminizado y mujer migrante, continuamente ha planeado sobre mí el miedo y la inseguridad a no ser reconocida, validada y autorizada a participar en determinadas argumentaciones filosóficas. Incluso, tanto en calidad de estudiante como de profesora, he visto siempre reproducirse las mismas situaciones en las que son las voces masculinas las primeras en oírse en las aulas, salones o seminarios, con la seguridad pasmosa de aquel que no duda ni por un momento en sus tesis y argumentaciones. Son esas voces autorizadas las que no temen interrumpir una clase o una conferencia, con sus contraargumentos o comentarios no siempre oportunos. Así, la voz masculina ocupa e invade todo tipo de espacios y rara vez escucha otros sonidos más allá de su propio eco... y además de una evidente impostura, cuando se ha dado la ocasión de verme rodeada de colegas haciendo gala de su palabrería filosófica, me he sentido la espectadora muda de una suerte de teatro de marionetas parlantes que solo se escuchan a sí mismas».
Como dice esta filósofa, autora de 'Feminismos fronterizos. Mestizas, abyectas y perras', ciertas tradiciones del pensamiento encierran una violencia epistémica innegable hacia aquellos sujetos que no forman parte del selecto círculo del saber. No se trata meramente –añade– de sumar autoras a una casa ya abarrotada de egos sino de abrir las puertas de los saberes al bosque incierto que rodea sus murallas y reivindica a la activista política chicana, feminista, escritora y poeta Gloria Anzaldúa cuando esta define la frontera como un espacio simbólico, político y corporal, pero también de mestizaje y conflicto que no solo separa, sino que a su vez conecta, no para aspirar a ocupar el centro, sino más bien para poner en cuestión las epistemologías del poder académico y el elitismo de cierta erudición autoritaria.
En este sentido, para corregir ese falogocentrismo, los hombres deberíamos utilizar mucho más nuestro silencio como gesto político para potenciar espacios reales donde se expresen tanto voces femeninas como las de otras personas discriminadas o, como diría la filósofa y catedrática de literatura comparada en la Universidad de Columbia Gayatri Spivak, sujetos subalternos que no pueden ni hablar ni ser escuchados dentro de los marcos hegemónicos de poder. Del mismo modo, podríamos escuchar con atención, no únicamente para responder y controlar el espacio dialéctico, sino para reconocer otros marcos epistémicos diferentes, formas distintas del habla y ritmos de enunciación menos inmediatos. Asimismo, podemos acompañar otras voces sin afán narcisista, autorreferencial o competitivo.
Ese ejercicio político de silencio no implica renunciar a ocupar una parte del espacio privado o público, como algunas corrientes antifeministas denuncian. No se trata solo de ceder la palabra, sino de atender los silencios desde nuestra vulnerabilidad. Como propone Catherine Malabou, filósofa francesa que ha consolidado un corpus en el que la filosofía dialoga con la neurociencia, las teorías feministas y «queer», el psicoanálisis y la política, en 'El porvenir de Hegel. Plasticidad, temporalidad, dialéctica', frente a lo rígido, cerrado y totalizante, la plasticidad neurológica nos otorga una potencia de conocimiento en constante alteración que nos permitiría abrirnos a la transformación y a estar dispuestos a reinventar la masculinidad.
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