Desde el fallecimiento de Jorge Mario Bergoglio, el jesuita argentino descendiente de emigrantes italianos que volvió a Italia a ocupar el trono de la Iglesia ... romana bajo el nombre del santo de Asís que practicaba la pobreza extrema, se suceden los análisis de su persona y de su obra. La mayoría coincide en subrayar su carácter bondadoso y compasivo; un poco en la línea de Juan XXIII, que llegó a ser conocido como 'Il Papa buono', con quien compartía, además de ese carácter, el énfasis en las personas más desfavorecidas y el rechazo radical no solo de la guerra, sino también del armamentismo.
La excepción en el diagnóstico procede de los sectores de la política del odio. Le criticaron duramente líderes políticos como Salvini, Bannon, Abascal o Díaz Ayuso, que ridiculizó como «nuevo comunismo» la petición de perdón del pontífice a los indígenas americanos. Mención aparte merece el presidente argentino, Milei, que le llamó «imbécil y representante del maligno en la casa de Dios». En todo caso, en términos generales y especialmente entre las personas con mayor sensibilidad social, ha sido un Papa muy bien valorado en lo personal.
Sin embargo, su obra no está recibiendo una nota tan elevada. Se ha escuchado mucho estos días la idea de que era una persona bienintencionada, pero que no consiguió grandes logros en las reformas que pretendía introducir. Supongo que esa percepción deben de sentirla especialmente los sectores que, desde dentro de la propia Iglesia católica, plantean reformas de calado en lo que respecta al compromiso con los excluidos o al papel de la mujer. Y es cierto que los cambios 'materiales' no han sido muy llamativos, y se limitan a medidas en materia de transparencia, de control de las finanzas vaticanas... que no parecen muy ambiciosas. Partiendo del dicho popular de que 'obras son amores y no buenas razones', alguien podría llegar a la conclusión de que su pontificado no resultó muy fructífero.
Si algo sabía hacer Bergoglio era señalar la desnudez del rey; como cuando insistía en que las guerras no caen del cielo
No comparto ese diagnóstico. En primer lugar, porque no tiene en cuenta la dificultad objetiva de introducir reformas estructurales en una institución milenaria y profundamente burocrática, jerárquica y masculinizada; y en la que tienen enorme implantación los sectores contrarios a cualquier cambio, e incluso partidarios de retroceder a tiempos tenebrosos. En esas condiciones, podríamos decir que Francisco actuó como el colibrí del cuento, del que todos los animales del bosque se reían, porque luchaba contra el incendio echando el poco agua que le cabía en la boca, a lo que el colibrí respondía: «yo hago mi parte».
En segundo, porque hay que poner las cosas en su contexto, y es más fácil que un papa fuera 'progresista' en un tiempo como el que vivió Juan XXIII que en el actual momento de avance global de las fuerzas contrarias al progreso y a la ciencia, y de debilidad extrema de los valores de solidaridad y de ayuda mutua. Pero, sobre todo, porque la línea que separa los cambios materiales de la lucha por el relato es muy fina, de forma que introducir un relato sincero, diagnosticar la realidad correctamente, llamar a las cosas por su nombre, ya supone una forma de cambiar el mundo.
Reza un dicho vasco: «Izena duenak, izana du»; todo lo que tiene nombre, existe; de forma que, si ponemos sujeto y predicado a la realidad de un mundo profundamente injusto, insolidario y carente de compasión por los excluidos del banquete, ya estamos deslegitimando y debilitando la base sobre la que se asienta ese sistema-mundo, que no es otra que la explotación del ser humano por el ser humano y la explotación del planeta por ese mismo ser humano. Una explotación que a día de hoy no se impone tanto por la violencia explícita como por el consentimiento inconsciente de los ciudadanos-consumidores. En estos tiempos, resistirse a llamar ambición a la avaricia, mérito al privilegio y libertad al egocentrismo; empezar a llamar a las cosas por su nombre, ya empieza a transformarlas, como en aquel otro cuento del rey que no estaba desnudo, y solo empezó a estarlo cuando alguien se atrevió a decirlo.
Y si algo sabía hacer Bergoglio era señalar la desnudez del rey; como cuando insistía en que las guerras no caen del cielo; que el armamentismo no es la consecuencia de la existencia de las guerras, sino su causa; que las guerras actuales obedecen a las necesidades de crecimiento de la industria de la muerte, que necesita colocar sus' stocks' de producción, alimentando nuevos conflictos. En una reciente visita a Verona, Francisco decía enfadado lo que nadie se atreve a decir, para no ser señalado como ignorante o ingenuo, cuando no como cómplice: «Invertir en armas es invertir en matar. ¡Están locos!». Como el colibrí, Francisco hizo su parte.
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