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Renovarse o morir

Entre líneas ·

La salida del poder del PP aviva una feroz batalla interna en el centro-derecha. Pero Rajoy perdió el Gobierno por la corrupción, no por la falta de ideología

Alberto Surio

San Sebastián

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Domingo, 15 de julio 2018, 08:22

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El congreso del Partido Popular ha abierto la caja de Pandora que estaba guardada bajo siete llaves. O el tarro de las esencias. Los herederos del discurso más conservador, agazapados en los últimos años, no han desaparecido y se disponen a dar una batalla para recuperar la influencia perdida. Otros han salido sin complejos y a pecho descubierto a jugar el partido en torno a Pablo Casado frente a Soraya Sáenz de Santamaría, representante del continuismo moderado. Para lo bueno y para lo malo.

El curso político se cierra con este feroz pulso de incierto desenlace. Hasta hace bien poco se pensaba que el sucesor natural de Rajoy era Núñez Feijóo. La pugna encierra ese conflicto entre la derecha más convencional y la corriente más centrista y pragmática, aunque la primera pretenda estrenar ahora un glamuroso traje a medida de relevo generacional. Pablo Casado es más 'Pablo-pasado' que 'Pablo-renovación', aunque la inercia 'marianista' de la exvicepresidenta complica también su apuesta por ejercer un liderazgo más atractivo y aperturista, que conecte con nuevos sectores sociales urbanos.

La contienda refleja ese conflicto de identidad entre un centro-derecha moderno y europeísta y otro más conservador que no termina de desprenderse de la mochila confesional; demasiado escorado al córner, al 'nasty party' de Esperanza Aguirre. La discusión es más compleja. Un dirigente liberal del PP admite que en estos tiempos líquidos, el discurso ortodoxo es efectivo. Esa es la paradoja.

El relato sobre la vuelta a los valores y a los orígenes cristaliza en una recuperación de una política muy identitaria en defensa de España como única nación. La explicación es bien sencilla: el PP tiene como gran rival electoral a Ciudadanos, que esgrime un nacionalismo español sin tapujos. Su debate interno ha abierto una agria reflexión sobre la tardanza en aplicar el artículo 155 y los errores de Rajoy ante el procés. A su vez, Casado también ha propuesto la ilegalización de los partidos independentistas y ha contado con el aval de María San Gil, alejada en los últimos años de la dirección. Pero si el PP ha perdido el poder no ha sido por una supuesta falta de nervio ideológico, ni por su supuesta línea blanda en Cataluña, sino por la escandalosa corrupción de Gürtel.

Llega el parón del verano con esa sensación de cambio que se ha apoderado de la realidad con una velocidad de vértigo. En apenas mes y medio el paisaje es bien distinto. El Gobierno de Pedro Sánchez se ha puesto la camiseta ideológica. La batería de medidas del Ejecutivo es una rampa de salida para las próximas elecciones generales. El PSOE conoce su exigua minoría parlamentaria de 84 escaños y su dependencia de los aliados nacionalistas y de Podemos. Pero sus iniciativas en educación, política social, igualdad y memoria histórica persiguen ensanchar su base social en la izquierda. Se dice que Sánchez hace el juego a Podemos, pero lo cierto es que también le lanza una opa hostil en toda regla para seducir a su electorado. Otra cosa es que consiga que el eje izquierda-derecha reemplace la línea divisoria marcada por el choque entre los nacionalismos. No es fácil.

Tanto el PSOE como el PP saben que sus proyectos necesitan arriesgar para no quedarse anclados en la nostalgia. Sánchez lo vio claro al lanzar el desafío frente al establishment de su partido. Y ganó frente al mismo. El PP está ahora en una operación de recambio, de resultado aún en el aire, en unas extrañas primarias. Los dos partidos tradicionales no tendrán mucho recorrido si se refugian en la sociología rural más despoblada y en la reserva de los electores mayores de 65 años. No pueden abandonar a la España más urbana y más dinámica, no especialmente nacionalista, al menos hasta ahora, porque el secesionismo catalán ha despertado ese sentimiento dormido. Por no hablar del republicanismo, que crece en un sector de las nuevas generaciones próximas a Podemos, que no vivieron la Transición y que desdramatizan el debate sobre la forma de Estado. De hecho, el caso Corinna, más allá de la guerra de cloacas que destapa, plantea un serio problema al Gobierno, que no va a poder ponerse de perfil con sus aliados de izquierda redoblando sus críticas a la Monarquía y exigiendo una Comisión de Investigación. Lo peor para el sistema es que el clima de la sospecha se instale y se mire para otro lado. Es letal para todos.

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