Un país de camareros
En 2008, durante un viaje oficial a Chile, el lehendakari Ibarretxe le dijo a la presidenta Michelle Bachelet: «España es un país de camareros». Las ... crónicas del evento reflejaron el irónico escepticismo con que la mandataria chilena recogió dicha afirmación; refiriéndose a los nombres de las multinacionales que figuran en las fachadas de los principales edificios de Santiago de Chile (Telefónica, Santander, Endesa, Mapfre, Repsol, Agbar...) le contestó: «No está mal para ser un país de camareros...». Tan humillante 'corte' no impidió que la peyorativa frase hiciese fortuna entre los líderes sindicales que reivindican la subvención indefinida de industrias en declive y otros políticos tan prepotentes como Ibarretxe.
Lo cierto es que en prácticamente todos los países desarrollados cada vez hay más empleados en las industrias del 'disfrute de la vida' y menos obreros de las industrias 'tradicionales'. Estos últimos están siendo las principales víctimas de la globalización, la automatización y la miniaturización. En cambio, para atender a una persona, la empatía y la sonrisa humana siguen resultando imprescindibles. Además, los llamados 'negocios de la felicidad' se están diversificando y sofisticando. Combinan lo digital con lo experiencial, el procedimiento cerrado secuencial con el trato humano informal, la vivencia aventurera con su comunicación digital de la experiencia, la educación con el divertimento... Y entre los oficios que están transformándose están los menospreciados camareros. Además de tener que responder con agilidad a los imprevistos del trato con el cliente, los camareros deben saber manejar muy rápido los tablets para tomar las comandas, gestionar uno o más sistemas de reservas, operar máquinas de gestión de cambio, desempeñar roles polivalentes... Sus habilidades diplomáticas incluyen gestionar las provocaciones de clientes descorteses, borrachos y de quienes se niegan a pagar. Por eso los buenos camareros tienen una tasa de ocupación del 100%; muchos de ellos acaban montando sus propios negocios y haciéndose ricos. Conozco a varios que me parecen singularmente admirables; porque habiéndose criado en la pobreza no denotan el menor resentimiento social, y a pesar de que no tuvieron la oportunidad de cursar estudios gestionan con ortodoxia sus negocios y tratan muy bien a los empleados.
El crecimiento del empleo en ocio y turismo es debido tanto al auge en la demanda de estos servicios como al hecho de que se trata de negocios muy intensivos en mano de obra. Algunos también aportan beneficios sociales al conjunto de la sociedad, porque al tener unas necesidades de inversión relativamente reducidas facilitan el autoempleo, el incremento de la oferta y -consiguientemente- precios moderados para los clientes. Esto supone una salida digna para quienes han sido expulsados de los empleos industriales; que invierten sus indemnizaciones por despido y los ahorros de la familia para emprender en el sector turístico. Se suele generar el beneficio añadido de que estos nuevos negocios se instalan en zonas rurales, en trance de despoblación. Son prejubilados que reabren el bar de su pueblo o trasforman la casa de sus antepasados en un negocio de casa rural, jóvenes que regresan al pueblo para montar una empresa de turismo activo, y muchos que montan negocios auxiliares: lavanderías industriales para hoteles y restaurantes, servicios de distribución de alimentos y bebidas...
Hay gente que admira solo las tareas individuales, intelectuales y técnicas; minusvalorando los oficios asociados al contacto humano, la sociabilidad y la servicialidad. Estos también desdeñan la formación profesional y solo estiman la universitaria. Aunque cada vez cometen menos imprudencias al 'estilo Ibarretxe' se les puede detectar por su acerteidad y afirmaciones poco matizadas. Suelen emplear expresiones dicotómicas: 'correcto-equivocado', 'verdadero-falso' o 'superior-inferior'... En resumen, los que se creen más que los demás; porque han cursado estudios superiores, asocian más estudios a más inteligencia, y más inteligencia a más 'categoría'. Por eso no valoran la empatía de un buen camarero ante las prisas del parroquiano, su capacidad de escuchar las opiniones personales de fútbol o política -aunque no las compartan- y el gesto de sonreír al que entra por la puerta del establecimiento.
Me parece que todos tenemos mucho que aprender del estilo y valores de nuestros camareros: agilidad, servicialidad, empatía. El ciudadano occidental está cada vez más a la defensiva: recelando de los demás, pasando cada vez más tiempo en casa, colgado de los dispositivos móviles. Incluso en el amor se trata de acortar el proceso de búsqueda de pareja, pagando a empresas o apps intermediarias; en lugar de acudir a los bares, discotecas, como se ha hecho siempre. En casi todo prevalece el miedo a equivocarse y las ganas de abreviar. Es necesario recuperar la humanización en el trato, no obsesionarse con las máquinas e internet, ponernos más en manos de otras personas. Ya incluso se evita el pequeño esfuerzo de ir a la taberna a comer algo; se pide por internet y te trae la comida un extraño. El diálogo con el camarero habitual se ha cambiado por mirar una pantalla y teclear datos. Creo que hay que volver a ser parroquianos, formar parte de una comunidad. Incluso me gustaría que todos nos comportáramos un poco como camareros; seríamos más felices.
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