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El molde de San Ignacio

El molde de San Ignacio

Xabier Arzalluz aplicó con inteligencia las reglas del fundador de la Compañía de Jesús sobre el ejercicio del poder para mantenerse al frente del PNV y superar duras pruebas

Antonio Elorza

Sábado, 2 de marzo 2019, 08:22

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Conocí a Xabier Arzalluz en el bar de la Facultad de Ciencias Políticas de la Complutense. Había llegado allí de la mano del catedrático Carlos Ollero y pronto quedó claro que la vida académica en Madrid no era su principal preocupación. Hablamos brevemente y en la conversación salió el tema del equipo local de Azkoitia, el Anaitasuna, que tuvo una etapa brillante en la posguerra y en el cual jugaron mi tío Joxe Mari y un Arzalluz. En la Guerra Civil la proximidad fue mayor, ya que su padre y mi tío de mayor edad, Ignacio, secundaron activamente la sublevación del Ejército. De eso no se habló y tampoco simpatizamos. Años después, con motivo de la carga suya contra varios publicistas críticos del nacionalismo, me tocó una china difícilmente explicable: al parecer yo «lamía la mano del poderoso que me daba el pan» (sic) y, evocando el encuentro en Políticas, trazó el abismo que nos separaba, pues él estaba «en el PNV vasco» (sic) y yo en el PC de España. Repliqué preguntando por quién era el mecenas y asombrándome de que hubiese otro PNV no vasco. Puntualicé además que yo nunca estuve en el PC español, sino en el PC de Euskadi.

Excelente orador, con el gusto por la enfatización a que eran propensos los azkoitiarras cultos al hablar en castellano, Arzalluz tuvo siempre la tendencia a calificar a tirios y troyanos con un nivel muy alto de agresividad. En algún texto suyo, como las conversaciones con María Antonia Iglesias en 'Memoria de Euskadi', no se salva casi nadie. La cuestión que se plantea entonces es cómo un hombre así pudo mantenerse tanto tiempo en el poder, al frente del EBB, superando pruebas extremadamente duras y con declaraciones y actitudes que contradecían a las precedentes.

La explicación reside en la inteligente aplicación de las reglas de San Ignacio relativas al ejercicio del poder en el marco de una organización. Al hablar de sí mismo, Arzalluz toma distancias respecto de Sabino Arana y elige como fuente de sus planteamientos doctrinales las 'Conferencias sobre los Fueros' del padre Larramendi, lo cual no encaja bien con la fecha de publicación. Admirador del carlismo familiar, al igual que Sabino -cura Santa Cruz incluido- y lo mismo que Sabino más admirador aún de la Compañía de Jesús, aunque no le gustara mucho integrarse personalmente en ella, su punto de referencia, clave de la articulación entre estrategia y táctica políticas, se encuentra en las citadas normas, tan válidas para una estructura religiosa como para un partido político.

Podían resumirse en tres puntos. El primero es la conjugación del absolutismo de los principios con el pragmatismo en el recurso a los medios. Expuestas abiertamente unas veces, encubiertas otras, las ideas políticas de Arzalluz se mantienen hasta las últimas declaraciones del año 2017.

Cree firmemente en la incompatibilidad política de vascos y españoles, en una singularidad del pueblo vasco que arranca -como su lengua- de la prehistoria, por lo cual solo cabe fijar la soberanía vasca, el Estado vasco, como finalidad del nacionalismo en Euskadi. Cualesquiera situación o logro intermedio solo tiene sentido si el objetivo final prevalece. Por eso en 1995, en el centenario de la fundación del PNV, Arzalluz propone a sus afiliados renovar el juramento pronunciado un siglo antes por Sabino sobre la base inamovible de que «Euskadi es nuestra patria»: «Nosotros, los vascos de los seis territorios, constituimos un mismo pueblo unido por su origen y por su voluntad, dueño de sí mismo, y no reconocemos ni respetamos (sic) otra soberanía». El diseño del Pacto de Lizarra y del Plan Ibarretxe está ya perfilado. Es también el imperio del mito, con el manifiesto de Hendaya 2000, revelando a la UE la existencia del «pueblo más antiguo de Europa que habla una lengua que es el único testimonio vivo de la prehistoria europea» y que un día se unirá a las demás naciones del continente.

Otra cosa es que tal objetivo sea realizable a corto o a medio plazo. El pragmatismo domina las opciones concretas, que pueden ir desde considerar vascos a los no nacionalistas, en el discurso del Arriaga, o el rechazo de la autodeterminación «para plantar berzas», hasta la recuperación de las esencias patrias cuando el mapa europeo se rompe tras la caída del comunismo. Entonces Arzalluz pone sobre la mesa otra de sus ideas-fuerza: la necesaria conjugación de esfuerzos con lo que era ETA o es hoy Bildu, saltando sobre la barrera impuesta por la violencia -léase terror- desde los años 60, para llegar a la meta común. El enemigo sigue siendo el PSOE -advierte- aunque gobernemos juntos. El «soberanismo» pasa a dominar el discurso peneuvista. La metáfora sobre el árbol y las nueces entra en ese mismo cajón. Y también la inversión del espíritu de Ermua en el acuerdo de Lizarra.

La trayectoria política del PNV de Arzalluz cobró el aspecto exterior de una yincana difícilmente comprensible, que funcionaba sobre el supuesto de una estricta obediencia a las consignas del jefe. La disciplina y la obediencia estrictas, preconizadas por Ignacio, eran precondiciones para que no descarrilar en esa sucesión de virajes.

Más allá del vaivén de posiciones enfrentadas, Arzalluz hizo avanzar su estrategia con concesiones aparentes, tales como su juego en torno a la elaboración del texto constitucional, premisa del necesario Estatuto. Fue una obra de arte no consumada al insertar los «derechos históricos» en la norma fundamental, aun sin lograr la legitimación de lo que antaño se llamara «la reintegración foral». En esa senda camina aún hoy el PNV, atendiendo a la consigna ignaciana de «entrar con el enemigo para salir consigo mismo».

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