Hoy pienso en todos aquellos que, sin saberlo, tuvieron el privilegio de admirar en persona las obras robadas del Louvre antes de que desaparecieran hace unos días. Imagino cómo ahora esos visitantes se percatan de que presenciaron algo único, algo que millones de personas quizás nunca podrán volver a ver. Es curioso cómo el valor de las cosas –y de las obras de arte en particular– a veces se multiplica cuando ya no están. Cuando las pinturas o las esculturas se exponen en su sala parecen casi eternas. Pero basta con que desaparezcan para que su ausencia pese y su recuerdo –y valor– crezca. De pronto cobran un nuevo significado en nuestra memoria. Quizás muchos de los que caminaron por el Louvre hace solo unos días no repararon lo suficiente en esas piezas. Ahora, puede que revivan cada minuto frente a esa obra como si fuera un pequeño tesoro personal, irrepetible. Al final, lo que ha ocurrido en el museo nos recuerda una verdad sencilla y universal: uno no sabe lo que tiene hasta que lo pierde.
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