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Irán: nueva encrucijada

El pueblo iraní se levanta contra el poder clerical, la pobreza y las desigualdades sociales. En las revueltas ha muerto ya una veintena de personas

ANTONIO ELORZA

Jueves, 4 de enero 2018, 08:52

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Apartir de los años 90, cuando a la muerte de Jomeini quedó claro que su sucesión sería ejercida por un clérigo astuto e intransigente, Ali Jamenei, gran parte de la población iraní percibió que era preciso aprovechar todas las ocasiones disponibles para escapar de la jaula político-religiosa en la cual les habían encerrado los ayatolás tras la deposición del Sha. Es así como votaron con entusiasmo en 1997 por Mohammed Jatamí, volvieron a hacerlo, solo para recibir una monumental represión precedida de fraude, por los candidatos reformistas en 2009, Musavi y Karroubi, y finalmente, ya sin alegría alguna, eligieron este año pasado a un conservador tratable, Hassan Rohani, con la esperanza de que continuase la mejoría en las condiciones de vida, después de la calamitosa gestión populista de Ahmadinejad.

La apuesta de Rohani, según han subrayado todos los comentaristas, descansaba sobre las expectativas favorables que abría el tratado en que Irán renunciaba al uso militar de la energía atómica. Y de hecho así sucedió durante su primer mandato, entre 2013 y 2017, simplemente por los efectos positivos de una política económica de rectificación respecto del pasado inmediato. Solo que esos efectos se han agotado ya y además ha salido a la luz algo fácil de entender: un proceso de liberalización de la política económica, sin introducir elementos correctores, genera desigualdad y visiblemente golpea a quienes antes eran beneficiarios de una actuación asistencial.

Es lo que ha sucedido al entrar Irán en una coyuntura depresiva. El grueso de la población ve cómo los ricos son más ricos y que la clase media se ha consolidado. Entre tanto, la inflación alcanza los dos dígitos, el paro juvenil crece hasta ponerse por encima del 12% y en determinados bienes de consumo los precios han subido un 40%. Y ha aumentado también el precio del gas, un bien absolutamente necesario para las clases populares. Nada tiene de extraño que un malestar ya presente con anterioridad, al entrar en juego ese detonador económico, diese lugar a una explosión popular generalizada, con aires de asonada del Antiguo Régimen.

Cuando estuve en Irán a principios de enero del pasado año, pude percibir una evolución en ese sentido, y en otros, respecto de mi primera visita en septiembre de 1998. Los grandes murales con los ayatolás reinantes y con los mártires de la guerra seguían ahí, pero en la población no se apreciaba la fusión de vigilancia total y de miedo de veinte años antes. Los pañuelos de las mujeres se deslizaban hacia atrás en la cabeza, en los barrios periféricos había 'hipsters' y olor a porro, las parejas podían ir de la mano, la gente hablaba con alguna confianza. Precisamente por eso la opresión era más palpable, y no porque existiera añoranza de los líderes perdidos en el pasado. El régimen ha sido inexorable a la hora de borrar otra memoria que no sea la de los crímenes del Sha: en este mismo año, una alumna iraní mía de tercer año de Universidad desconocía quién había sido Jatamí y nunca había visto su imagen en los medios iraníes. Cabe pensar que lo mismo les sucede a tantos iraníes, habida cuenta de la elevada proporción de jóvenes en la población del país.

El problema era otro. La sensación de falta de libertad para los iraníes de mediana edad, y sobre todo la conciencia de penuria injusta sufrida por los jóvenes trabajadores, en un país donde los recursos económicos son tan abundantes, pero donde la acumulación capitalista en poder de los propietarios y de las grandes fundaciones religiosas no encuentra límites legales. Nos lo expresó gráficamente un empleado de un kebab, casi adolescente, para describir la distancia abismal que él creía ver entre la próspera España de Messi y de Ronaldo, y la miseria de su propio país, con un solo culpable histórico: Jomeini. Cogió su propia cabeza, como si fuera la del ayatolá, e hizo signo de estrangularle. La rebeldía esperaba su momento. Bastó una inopinada subida de precios.

Además, la visión tolerante de Rohani no coincidía con la del jefe supremo, Alí Jamenei. En diciembre de 2016, pensando en las elecciones, Rohani publicó una extensa Guía de los Derechos del Ciudadano, en ciento cuarenta y un artículos respetuosa de los límites establecidos, pero con clara voluntad aperturista. Ciertamente el reconocimiento de los derechos está siempre presidido por la timidez, cuando no existen cláusulas que reducen drásticamente su alcance. Así, este derecho ha de ejercerse «de acuerdo con la ley», este otro «mientras no violente los principios del islam». Ejemplo más claro, el derecho a la vida, reconocido «salvo sentencia en contra de los tribunales». En todo caso, la perspectiva difiere de la intransigencia de Jamenei, para quien el mundo se encuentra dividido entre los occidentales «que buscan la felicidad social» y los musulmanes, encaminados «a la perfección bajo la influencia del Corán».

A Jamenei no le gusta Rohani, como no le gustó antes Jatamí, y curiosamente, por otras razones, como no le gustó tampoco Ahmedineyad. De ahí que a la hora de analizar el actual movimiento de protesta, muchos vean la mano oculta del guía de la Revolución para librarse del presidente. Lo cierto es que a favor de las movilizaciones se iniciaron en la tradicional ciudad de Mashad y a favor de las mismas se ha manifestado el viejo Hamedani, marja e-taqlid, la suma autoridad en la jerarquía shií, un nonagenario ultraconservador..

La solución de Rohani ha sido dar el visto bueno a las protestas no violentas. Su ministro de Asuntos Exteriores, Muhammad Tarif, va más allá, presentándolas, con el voto, como expresión de la democracia iraní. Entre tanto a los gritos contra la vida cara se han unido los lanzados contra el guía. Van ya veinte muertos. Los iraníes están hartos, solo que de esta hierocracia solo cabe esperar una nueva represión.

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