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Se diría que ha muerto el Che Guevara. Ha muerto en realidad un hombre de poder. Y el espectáculo es fastuoso, solo al alcance de ... Roma. Antiguo centro del mundo, es la capital de dos estados: uno de ellos cree en Dios y el otro es el Vaticano. También es la ciudad en la que el camino más corto entre dos puntos no es la línea recta sino la filigrana. Y ahí surge la fascinación por la muerte de un Papa. La teatralidad del ceremonial es incomparable, ni la familia real inglesa puede soñar con algo así. El tiempo pone a cada uno en su sitio y el tiempo de la Iglesia es largo, muy largo, dos mil años no pasan en balde. Que Francisco se catalogue (con lógica) como progresista señala la distancia que separa realidad de la Iglesia del mundo exterior.
La retirada de la religión al ámbito privado del ciudadano es una conquista de la Ilustración. Y, como el resto de valores ilustrados, estos días se repliega bajo intenso fuego enemigo.
La crisis de la razón como motor de la idea de progreso hace que las voces que reclaman el regreso a alguna forma de transcendencia, de espiritualidad, de Dios, como único camino hacia la plenitud de la persona ganen peso en el espacio público. Bergoglio usó la espada de San Ignacio para mantener la disciplina, bandera de su orden. Inflexible en la doctrina, mezcló el catecismo con cierta visión social heredera de la tradición postconciliar de la Compañía en América y un antiimperialismo de corte peronista.
Fue un hombre de poder durante casi tres décadas de escalada en la jerarquía de la Iglesia, no un desconocido pastor encontrado de casualidad en el fin del mundo, como dijo al ser elegido. Estuvo cerca de ser Papa ya en 2005. El colegio cardenalicio que deja es su idea de poder. No se trata de iglesias periféricas, sino de equilibrios, de contrapesos, de control.
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