Groenlandia y la carrera por la hegemonía mundial
Tierras raras, dominio del Ártico, rutas marítimas y seguridad son los tesoros que ansían las potencias
Guillermo Echenique
Economista, especialista en economía monetaria, internacional y del transporte. Altos estudios de la defensa
Miércoles, 15 de octubre 2025, 02:00
En el tablero de la geopolítica mundial son muchos los intereses que dan lugar a nuevos posicionamientos, conflictos y guerras, difíciles de entender tras las ... dos décadas de distensión mundial que siguieron a la caída del muro de Berlín, en 1989, y la disolución de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, en 1991.
En la competición global a la que asistimos, uno de los escenarios más delicados es el Ártico; el océano helado sobre el que, además de Rusia, Estados Unidos y los demás países ribereños, hay otros –China singularmente– que tienen su mirada puesta en lo que acontece. En el caso de Estados Unidos el interés sobre Groenlandia y Canadá no es nuevo, ni mucho menos; ya en 1868, el secretario de Estado, William Seward, encargó un informe para adquirir Groenlandia y para que Canadá pasara a ser parte de la Unión.
Sin embargo, no es hasta el inicio del segundo mandato del Trump cuando se pone sobre la mesa de la conversación internacional la posibilidad de que un país, más allá de disputas puntuales sobre pequeños islotes, busque mejorar su posición sobre el Ártico, añadiendo a su territorio todo un gran país, de 10 millones de kilómetros cuadrados, como Canadá, o una gigantesca isla de 2,5 de millones de km, como Groenlandia, que goza de un estatuto de autonomía que recoge el derecho de autodeterminación respecto a Dinamarca. De esta forma, el cambio realizado por Trump en el despacho oval de la Casa Blanca, al colocar, al inicio de su primer mandato, el retrato de Andrew Jackson, séptimo presidente de EE UU, adquiere ahora todo su sentido. Fue un gesto significativo que, a la vista de los acontecimientos, es posible relacionar con la ideología Destino Manifiesto, de la que Jackson fue su mejor representante.
Los protagonistas de su futuro son los inuits, cuyo origen remoto se encuentra en los pueblos amerindios
Por su excepcionalismo –señala la doctrina– EE UU tiene el deber y el derecho de avanzar hacia otros territorios para garantizar el desarrollo y la expansión de su experimento de libertad y autogobierno. Esto incluye asegurar los recursos necesarios para sostener la economía y garantizar la seguridad.
En su última toma de posesión, el 20 de enero de 2025, Trump no pudo ser más claro: «Perseguiremos nuestro destino manifiesto hacia las estrellas, lanzando astronautas estadounidenses para plantar la bandera de las barras y las estrellas en el planeta Marte».
No hay planeta más cercano y codiciado que Groenlandia. De hecho, días antes, el 7 de enero, Trump ya había declarado: «Necesitamos Groenlandia por motivos de seguridad» y «por razones económicas». La posesión de Groenlandia, además de dar acceso al control de la ingente cantidad de tierras raras –grupo de 17 elementos químicos con propiedades magnéticas, luminiscentes y electroquímicas únicas, esenciales para la carrera tecnológica– que alberga su subsuelo, incrementaría, exponencialmente, las posibilidades de EE UU sobre el Ártico. Cuestiones, ambas, esenciales en el pulso con China por la hegemonía mundial.
El cambio de paradigma respecto a otras situaciones semejantes se traduce en que la soberanía sobre Groenlandia, en línea con lo que establece su estatuto de autonomía, depende de la voluntad de sus habitantes y no de una mera transacción comercial entre estados, como fue el caso de Alaska en 1867, cuando fue comprada a Rusia por EE UU.
En esta ocasión, los protagonistas del futuro de Groenlandia, que afecta, más que ninguna otra cuestión, a la geoestrategia y a la geopolítica a largo plazo de las principales potencias, incluida China, son los inuits, cuyo origen remoto se encuentra en los pueblos amerindios que habitaban al norte del Yukon. Se trata de los 59.000 habitantes que se reparten en cinco municipios, algunos más grandes que España, el Parque Nacional del Noroeste, con un millón de kilómetros cuadrados, y la base aérea de EE UU, en Thule, 1.500 km al sur del Polo Norte, que alberga el sistema de alerta temprana de misiles balísticos intercontinentales. Constituyen un pueblo en el que la caza y las tradiciones forman parte de su esencia, y que, a pesar de que su subsistencia económica no es posible sin las transferencias de Dinamarca, mantiene una relación de profunda desconfianza hacia la metrópoli, no siendo ajeno la masiva campaña de esterilización, sin consentimiento, de mujeres y niñas inuits, que Copenhague llevó a la práctica a partir de 1965.
Su decisión, en búsqueda de seguridad y de futuro económico, afectará, sin embargo, a los equilibrios mundiales. Y Europa no debe limitarse a defender la idea de que la decisión deberá ser libremente tomada por sus ciudadanos, sino que ha de ofrecer una alternativa que cicatrice las heridas con la metrópoli y ofrezca garantías atractivas para el futuro del pueblo inuit, en un panorama mundial en el que los halcones mundiales ya se encuentran presentes.
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