El helado
La tiranía del resultado suele con frecuencia pervertir el proceso. Dicho de otro modo: si las formas no son correctas (si los medios son perversos) ... el resultado se corrompe. Y se hace inaceptable. Esto, en política, suele ponerse en entredicho. O al menos obviarse, omitirse, olvidarse con facilidad. Facilidad en función del interés, claro. Y ese es el oscuro peligro. El tenebroso peligro de inestabilidad que representa el hecho de que empecemos a permitir que se pierdan las formas impunemente. Porque cuando esto pasa, se ofende mal. Y si eso se exhibe con risotadas y arrogancia, mal vamos, Lutxo. Se empieza perdiendo las formas y no se sabe donde se acaba, viejo amigo. Esa es la cuestión. Vieja cuestión. Las formas importan más que el fondo. El fondo depende de las formas. Y adoptar la estrategia de exhibir a las claras que estás dispuesto a perderlas en tu lucha política, eso ya supone obviamente una violencia de inicio: un menosprecio que agrava la atmósfera de la psicoesfera nacional, no sé si me explico, le digo.
Y me suelta que a él, los toros, no tienen por qué no gustarle. Y que, de hecho, le encantan. Eso dice mi entrañable alter ego, el viejo gnomo. Pues eso, que estamos un día más, en la terraza del Torino, viendo pasar la vida, y de repente pasa una chica rubia en bicicleta. Septuagenaria, en realidad. Comiéndose un helado, con cierta pose sexy. O eso me ha parecido. Y entonces he pensado, no sé por qué, en que la política nacional anda necesitada de amor. O al menos, ya que el amor no es fácil, de un poco de educación. Perder las formas es perder la razón, Lutxo, le digo. Y me suelta: Pues esperemos que sea para bien.
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