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Expansión económica, malestar social

Diez años después del tsunami no se está aprovechando el actual ciclo económico para sanar las heridas sociales que dejó aquella tormenta

Iñigo Calvo y Felix Arrieta

Domingo, 7 de octubre 2018, 08:09

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Nos encontramos en mitad de uno de los mayores ciclos económicos expansivos de los últimos treinta años. Esta afirmación, que puede sorprender a muchas personas, resulta patente si se analizan distintos datos. El pasado 22 de agosto el índice bursátil Nasdaq de EE UU registró el ciclo alcista más largo de su historia mientras que, al otro lado del charco, Europa avanza con crecimientos del PIB superiores al 2% y la economía española en torno al 3%. Al mismos tiempo, la recaudación fiscal vasca se ha disparado y las cifras de paro están bajando desde el 2014. Si todos los indicadores macro están en verde y apuntan que la maquinaria económica avanza viento en popa ¿por qué flota en el aire una cierta sensación de desánimo? ¿Por qué existen sectores de la ciudadanía que todavía se preguntan cuándo van a salir de la crisis? Una posible respuesta es que, aunque los datos macroeconómicos pinten un cuadro idílico, a nivel micro –esto es, en lo que respecta a familias y personas– persiste un importante malestar social.

La tormenta económica de 2008 no solo pulverizó una parte del tejido productivo, sino que zarandeó nuestra estructura social y de bienestar. Y existe una parte de la población a la que todavía le dura el mareo una vez pasada la galerna. Este hecho se puede percibir en diversos indicadores que no pertenecen al nivel macroeconómico y agregado, sino al ámbito más micro y doméstico.

Uno de ellos es la calidad del empleo y los salarios. Se está creando empleo desde hace cuatro años, pero es en general de baja calidad y los sueldos asociados al mismo son cuanto menos preocupantes. El salario mensual medio de una persona vasca menor de 29 años, que ha vivido como adolescente y posteriormente como adulto joven una terrible década económica, apenas alcanza los 1.000 euros. Mientras tanto, el precio del alquiler sigue disparado, y arrendar un piso de 80 metros cuadrados en Euskadi cuesta 950 euros al mes de media. Con este panorama la posibilidad de comprar una vivienda en propiedad, o por lo menos alquilarla si hubiera un cambio real de cultura, se antoja como una quimera de difícil alcance.

Por otra parte, la crisis de 2008 provocó un fuerte aumento de la desigualdad, en línea con lo que ocurrió en otros momentos de tensión económica (reestructuración industrial, crisis de la peseta o crisis de las puntocom). La diferencia con las anteriores crisis es que la última no solo ha sido más larga y profunda, sino que además la recuperación posterior no está dando los frutos esperados, ni sanando las fracturas provocadas. Por ello, a pesar de la fuerte expansión que estamos experimentando, el índice de desigualdad no está descendiendo. Se genera actividad económica, pero la misma no es percibida por amplios sectores de la ciudadanía porque, sencillamente, no están disfrutando de la misma.

Esta expansión económica acompañada de un persistente malestar social debe ser causa de preocupación. La tripulación de un barco puede aguantar estoicamente los vaivenes y peligros que provoca estar inmersos en mitad de una tempestad económica, pero no tolera que una vez que pasa no pueda recuperarse y descansar. Esta sensación empieza a enraizar en Europa. La última crisis tensionó el contrato social en el continente, pero la ciudadanía apretó los dientes y esperó a que la misma pasara. Ahora, una década después de la caída de Lehman Brothers, empieza a darse cuenta de que el contrato social europeo y su principal exponente, el Estado de Bienestar, no les gusta si no reparte con cierta equidad los beneficios de la reactivación económica. Y cuando los contratos sociales se rompen, y los partidos tradicionales, socialdemocracia y democracia cristiana no saben dar las respuestas adecuadas para refundarlos, resurgen los mitos. Estos mitos están tomando forma de populismo, auge de la extrema derecha y euroescepticismo. Afortunadamente ni en Euskadi ni en España han surgido erupciones peligrosas al estilo de Salvini, Viktor Orban o Le Pen, pero la ausencia de las mismas no significa que no puedan aparecer si persiste el malestar.

En resumen, el tsunami económico de 2008 nos pilló con el barco en perfecto estado de revista, la despensa llena y la tripulación motivada. Diez años después se ha capeado con entereza el peor momento económico de los últimos ochenta años, pero no se está aprovechando el dulce momento expansivo para sanar las heridas sociales que dejó aquella tormenta. La conversación pública debería girar en torno a cómo sellar las vías de agua que todavía existen, volver a llenar la bodega y repartir más equitativamente la riqueza que está generando. Se trata de algo fácil de decir, pero complicado de hacer cuando se está al frente de una empresa, una organización del tercer sector o una institución pública. Siempre ha sido menos complicado tener ideas que ponerlas en práctica. A nivel vasco, una buena idea es utilizar las buenas noticias en recaudación fiscal para empezar a amortizar deuda pública, intentar blindar legislativamente la Renta de Garantía de Ingresos (RGI) en una dirección que garantice más protección, implementar medidas para que el mercado del alquiler sea accesible e intentar que el sistema fiscal foral actúe como garante de una efectiva redistribución.

Todo ello sin olvidar que los ciclos económicos existen, y que el actual no durará toda la vida. Es mejor que vayamos aprovechando que brilla el sol para volver a soldar el contrato social que garantiza una sociedad próspera, plural y abierta. De lo contrario la próxima tempestad sí que puede provocar erupciones peligrosas. Por ello es prioritario que, durante el presente ciclo expansivo, nos ocupemos también de generar bienestar social.

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