
A los setenta y ocho años
Eugenio Ibarzabal
Domingo, 19 de enero 2025, 00:05
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Eugenio Ibarzabal
Domingo, 19 de enero 2025, 00:05
No sé si somos del todo conscientes del hecho de que un hombre de setenta y ocho años ha conseguido triunfar en las elecciones norteamericanas. Cuando aquí buena parte de la sociedad sueña con el día de la jubilación y los seniors más activos se ... rebelan, con tanta razón, contra la cultura del edadismo que les rodea, hete aquí que un hombre que muchos calificarían de «viejo» ha llegado a lo más alto del poder y, no solo eso, sino que el mundo está ahora expectante ante sus amenazas. Incluso todo parece indicar que comienza una nueva era. No solo ha triunfado, sino que, además, llega con ganas de ejercer, quién sabe hasta qué edad. Todos estamos pendientes de lo que ande tramando un hombre del que todos sabemos que va a hacer lo que le dé la real gana.
Más allá de simpatías o antipatías políticas, es una buena noticia que Trump haya demostrado que el mundo no acaba a los sesenta, que hay vida, y mucha, más allá de la jubilación; que se pueden tener ambiciones, pues ha conseguido lo que parecía imposible: no solo que le vote gente de una edad parecida, sino también jóvenes a los que ha ilusionado, obreros a los que no importa que sea un millonario que hace ostentación de su riqueza y, sobre todo, ha logrado la aceptación de tantas mujeres, que parecen haber obviado su comportamiento anterior.
Tan solo en este sentido, ¿no es un motivo de optimismo? ¿por qué él sí ha podido lograr y otros no, no ya la presidencia de los EE UU, claro está, sino cualquier otro sueño, en apariencia inalcanzable, para alguien de esa edad?
No le tengo simpatía alguna, ni comparto su proyecto, pero tengo que reconocer que, desde que he seguido su trayectoria, siempre me ha llamado la atención su fortaleza y su tenacidad. Se ha hundido y renacido varias veces, ha recibido los mayores ataques, sus enemigos han pretendido acabar con él innumerables veces, ha cometido errores muy graves, y, sin embargo, ha conseguido, una y otra vez, no solo sobrevivir, sino incluso triunfar.
Déjenme decir algo que puede resultar escandaloso: en ese sentido, Trump es admirable.
Cuando una de las características que más afectan y hunden a una persona de esa edad es la pérdida de ilusión por la vida, la sensación de inutilidad, el abandono de una misión por la que luchar al creer que ya no hay nada más que hacer, Trump ha demostrado disponer de un proyecto, de una ilusión y de unas ganas de luchar y de vivir que son incuestionables. Alguien dirá: no le guía más que la venganza. Me da igual, contestaré; sea por lo que sea ha demostrado ser, a su edad, un hombre motivado: ha dispuesto de un motivo para vivir, luchar y finalmente triunfar. Y no digamos ya ahora lo que puede llegar a hacer; para lo bueno y para lo malo.
Cuando hablamos de valores, y de su importancia, no se puede negar que Trump tiene, al menos, dos: su tenacidad y su capacidad de trabajo. Esto hace pensar. Hay valores que no son ni buenos ni malos, sino instrumentales, dependiendo el juicio del objetivo final al que vayan dirigidos. Si alguien es tonto y mala persona, lo peor que puede ocurrir es que, además, sea muy trabajador. Hitler era el símbolo de la tenacidad y la fuerza de voluntad para los suyos. Ojalá no hubiera estado tan sobrado de ambos valores: la humanidad habría evitado así terribles sufrimientos.
Pero, coincidiendo con el triunfo de Trump, se ha producido también la muerte de Carter. Y en este sentido, qué curioso, los dos tienen algo en común. A los cincuenta y siete años Carter perdió de una manera estrepitosa la posibilidad de un segundo mandato ante Reagan. Fue humillado, insultado y despreciado. Pero al año siguiente, a partir de los cincuenta y ocho, se convirtió en un defensor incansable de la paz y la democracia, viajando por el mundo para supervisar elecciones, poner fin a guerras y promover los derechos humanos. En poco tiempo, se convirtió en la conciencia de Estados Unidos y su embajador moral. Cuando no estaba de acuerdo con sus sucesores (como con George W. Bush sobre Irak), lo decía en voz alta. A los setenta y ocho, ¡qué casualidad!, le concedieron un incuestionable premio Nobel de la Paz. Casi nadie recuerda ahora sus fracasos; fue un hombre admirado. Tal vez hizo lo que hizo luego porque supo reconducir más tarde su frustración anterior. Podría haber seguido viviendo reconcomido por los agravios y la desgracia, pero decidió dar la vuelta a su vida y dirigir su tenacidad y capacidad de trabajo hacia el auténtico valor: el amor.
La humanidad le está agradecida. No triunfó como presidente, pero sí como una persona de paz. A los setenta y ocho años.
En mi experiencia como acompañante y facilitador de equipos, siempre me ha llamado la atención la diferente actitud y comportamiento que he visto mantener a personas que sufrían la misma enfermedad y el mismo problema, sea cual fuera su edad.
No es cómo se empieza, sino cómo se acaba.
Y de cuándo se hace el balance final.
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