Las elecciones que se celebran hoy en EE UU son de gran importancia para Donald Trump. De las mismas saldrá fortalecido o cuestionado y los resultados de la prueba de popularidad a la que está sometido determinarán la segunda mitad de su Presidencia. El riesgo para los republicanos de que los demócratas recuperen la mayoría en la Cámara de Representantes y quizás, aunque más difícilmente, en el Senado, parece que animará a numerosos ciudadanos contrarios a su presidente a participar en los comicios. Los estadounidenses decidirán con su voto los 435 escaños de esa Cámara de Representantes, 35 de un total de 100 en el Senado, 36 gobernadores estatales y cientos de cargos públicos nacionales y municipales.
La campaña ha estado teñida de odio y el Partido Republicano tiene gran responsabilidad en el torrente de violencia generado por los supremacistas blancos con asesinatos, bombas y rechazo masivo a la inmigración (los «invasores», según Trump). Claro que no podía ser de otra forma cuando el propio presidente ha capitaneado actos en todo el país machacando a inmigrantes, mujeres y negros, sobre todo si se presentaban a cargos públicos, y cuando los miembros de su partido han llenado las redes de falsas noticias, han intentado depurar de los padrones a millones de personas, probables votantes demócratas, y han publicado un informe grotesco denominado 'Los costes de oportunidad del socialismo' con el que perjudicar a Bernie Sanders y a otros demócratas autodeclarados progresistas o socialistas, como Alexandria Ocasio-Cortez, Ayanna Pressley, Julia Salazar y Rashida Tlaib.
La polarización social de los últimos dos años ha impactado en ambos partidos. Los republicanos que en 2016 se mostraron reacios a apoyar a Trump ahora lo secundan en masa para tratar de consolidar la base conservadora. Los demócratas se juegan su primera gran oportunidad de refutar a Trump y esa polarización extrema del país les da una opción de recuperar parte del poder perdido. Pero las elecciones se ganan con ideología y el presidente tiene la religión y los picaportes del Edén.
Cuando tomó posesión como el 45 presidente estadounidense, el 20 de enero de 2017, las élites le despreciaban, pero la América conservadora, trabajadora y creyente le apoyó en masa. Aunque no personifica el modelo cristiano, se ha apropiado de su iconografía y la ha utilizado en un discurso apocalíptico impregnado de referencias evangélicas. Trump juró su cargo ante dos Biblias y es la Biblia la que ha empapado una mitología que es su versión laica. Utilizada por todos los presidentes norteamericanos, enlaza con los dos tercios de estadounidenses que creen y aguardan la segunda llegada del Mesías.
Más que cualquier otra presidencia en la historia moderna de EE UU, la de Donald Trump ha sido una permanente amenaza de naufragio sociopolítico, conflictos deliberadamente excitados y alimentados, de manejo de corrientes xenófobas y racistas en la sociedad, todo ello definido mediante un discurso político siempre mezquino. Sin embargo, se sigue presentando como el dueño del paraíso, el que puede hacer América grande de nuevo, el que dice lo mismo que sus votantes, el que utiliza un nacionalismo hostil a las minorías, el que dicta sentencias irrefutables condenando y absolviendo, el que representa a la clase trabajadora víctima de la globalización en su dimensión económica y cultural, el que consuela a los perdedores y engañados por el sistema y, finalmente, el que difunde y propala la ideología capitalista en bruto, en su versión neoliberal más feroz.
Trump es un capitalista neoliberal y arrabalero por sus operaciones financieras turbias e ilegales, o que rayan la ilegalidad, y por amigos y socios de la misma índole y tan depredadores como él (David J. Pecker, Roy Cohn, Michael Cohen, etc.). Por eso adopta un vínculo precapitalista y predemocrático con su cargo, fundiéndose éste con su persona, y beneficiándose de esa fusión él mismo y sus amigos. De ahí el recelo con el que fue recibido por el mundo neoliberal, porque la faceta de árbitro de la élite capitalista se ve cuestionada por su alteración de las reglas normales del comportamiento político esencial para la función de moderación de la pugna interna del capitalismo. Sólo la crisis generada por la gran recesión económica de 2008, los efectos duraderos de una creciente desindustrialización y la inoperancia en este ámbito de las administraciones Carter, Clinton y Obama explican su triunfo hace dos años.
Las crisis ponen en peligro el complejo control que la clase capitalista ha logrado en circunstancias normales y crean las condiciones para que agentes políticos externos dirijan el sistema político. Pero no nos equivoquemos, Trump es un agente externo, pero no es un fascista ni ha tratado de introducir el fascismo en EE UU, aunque haya aplicado políticas contra los pobres y los trabajadores y políticas racistas, sexistas, anti-inmigrantes y anti-ambientales. La realidad es que ha puesto en marcha un programa neoliberal mucho más implacable que el precedente, desmantelando las políticas fiscales y regulatorias, sobre todo en el ámbito laboral, del medio ambiente y de la protección al consumidor, y reduciendo los derechos civiles y de voto.
Lo que en cualquier otro país y coyuntura podría ser una desventaja y un obstáculo puede no serlo tanto hoy en EE UU. Los demócratas pueden cumplir las expectativas que se les atribuyen o encadenar un segundo descalabro estruendoso que reviente el partido. Si no consiguen triunfar, Trump remodelará el país a su antojo y controlará todas las instituciones.
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