Hasta hace bien poco, en Euskadi y Navarra la libertad era un bien codiciado del que solo unos pocos podían disfrutar plenamente, sin miedo a ... las consecuencias. Mientras la mayoría de la sociedad vivía temerosa de emitir cualquier palabra o gesto que pudiera incomodar a ETA y a su entorno político y social, hubo ciudadanos que se negaron a vivir arrodillados ante el terror. No buscaban protagonismo ni reconocimiento; solo querían vivir con normalidad. Sin embargo, en la Euskadi y Navarra dominadas por el terrorismo, esa normalidad requería a veces de una valentía extraordinaria que los convirtió en héroes a su pesar.
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Para comprender el coraje de estas personas, basta con imaginar lo que significa vivir sabiendo que pueden matarte en cualquier momento: recibir cartas o llamadas que anuncian tu asesinato; ver tu nombre en una diana pintada en plena calle; sufrir acoso social o laboral, chantaje o extorsión; observar cómo las calumnias que pretenden aislarte y justificar tu posterior asesinato se propagan entre vecinos y conocidos. Y, aun así, seguir adelante. Se necesita un valor fuera de lo común para soportar todo eso y no ceder ante las exigencias de los matones. Hubo quienes siguieron con su misma vida y pagaron con ella las consecuencias.
En aquellos años, tu sentencia de muerte podía estar escrita en gestos tan simples como no negarte a que en tu bar entrasen guardias civiles, venderles pan o llevarlos en tu taxi. Siempre había un chivato cerca, alguien que observaba que no excluías a esas personas de tu círculo y se lo comunicaba a ETA. Así se decidía quién debía morir. Era un sistema de vigilancia y delación perverso que convirtió en objetivo a hombres y mujeres humildes que solo querían vivir con normalidad y no participar del sectarismo y del odio que ETA y la izquierda abertzale imponían.
Su integridad frente al miedo y la injusticia de sus asesinatos nos obliga a honrar su legado de convivencia
Una de las primeras víctimas de ese terror sistemático y selectivo fue Carlos Arguimberri Elorriaga, conductor de autobús en Deba. Carlos sufrió amenazas durante años, la quema de sus bienes y un acoso constante. El 7 de julio de 1975, mientras llevaba a pasajeros en su autobús, dos terroristas le obligaron a salirse de la carretera y le dispararon nueve tiros por la espalda. Entre los pasajeros estaban su hermano y su hermana, testigos directos de aquel crimen atroz. Carlos no era un héroe en busca de gloria; solo quería trabajar y vivir en paz.
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Cándido Cuña también supo lo que era vivir con una diana en la espalda. Era panadero y, antes de ser asesinado, ya había sobrevivido a otro atentado: en 1979 los terroristas le dispararon ocho tiros, y milagrosamente logró recuperarse. Continuó con su vida a pesar de haber recibido la amenaza más directa y explícita posible: un atentado. Cuatro años después, el 20 de octubre de 1983, dos terroristas le dispararon a bocajarro. Esa vez no sobrevivió. ETA justificó su asesinato acusándole de colaborar con la Guardia Civil. Su 'colaboración' se limitaba a venderles pan en el cuartel del pueblo.
También Sebastián Aizpiri Lejaristi fue víctima de ese mismo infierno. Propietario de varios negocios en Elgoibar y Eibar, sufrió una campaña de difamación, acoso y aislamiento social. A pesar de las calumnias que ETA y la izquierda abertzale vertieron contra él, Sebastián insistió en mantener su vida y en demostrar que aquello de lo que se le acusaba era mentira. Pero el 25 de mayo de 1988 fue asesinado a tiros cuando caminaba hacia su negocio. Tras su asesinato, su hermana Ana sufrió la misma campaña de acoso por denunciar públicamente la responsabilidad de Herri Batasuna en su muerte.
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Hay muchas más historias como las de Carlos, Cándido y Sebastián, que por desgracia fueron crónicas de muertes anunciadas. Sus vidas fueron amenazadas y estigmatizadas hasta culminar en sus asesinatos. Pero estos ciudadanos anónimos defendieron su derecho a vivir en libertad afrontando el terror con la dignidad que caracteriza a los verdaderos héroes. Su valentía fue silenciosa, sostenida por un principio moral simple: vivir y dejar vivir, incluso en condiciones extremas. También lo fue la de los políticos que no se callaron, que se atrevieron a señalar a los verdaderos responsables de la existencia de ETA: los líderes de la izquierda abertzale. Muchos de ellos vivieron amenazados, con mucho miedo y marginados en sus propios pueblos, pero siguieron hablando alto y claro cuando la mayoría prefería mirar hacia otro lado.
Cada vida amenazada y arrebatada nos enseña que la paz y la libertad no son regalos, sino conquistas mantenidas por el coraje silencioso de hombres y mujeres anónimos. Son nuestros héroes a su pesar, y la paz de la que hoy disfrutamos se la debemos a ellos. Su integridad frente al miedo y la injusticia de sus asesinatos nos obliga a honrar su legado de convivencia democrática y a reconocer el coraje de todos los ciudadanos —los anónimos y los que alzaron la voz— que no se doblegaron ante ETA y la izquierda abertzale. Este artículo va dedicado a todos aquellos que salían de casa por la mañana sin saber si esa noche volverían a reencontrarse con sus seres queridos.
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