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La coartada de los hipócritas

¿Cuántas veces, entre risas, se dice que una mujer ha llegado a un puesto de poder porque se ha arrodillado muchas veces, y no precisamente para rezar?

EDURNE PORTELA

Martes, 9 de enero 2018, 08:16

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Hace poco este periódico me invitó a hacer una reflexión sobre las reacciones de estos últimos meses a la avalancha de denuncias por acoso sexual, los alegatos de los abogados defensores de 'La Manada' y la denuncia de una adolescente de 15 años de haber sido violada por tres jugadores de fútbol. Me preguntaban si ante el fuerte rechazo que hemos visto -sobre todo en las redes sociales-, podría ser esto el inicio de un gran cambio. Respondí con cierto escepticismo. Elaboro ahora esa respuesta algo apresurada.

Mis dudas sobre la posibilidad de una transformación real radican en la posibilidad de que todo este furor se desinfle ante la magnitud del cambio necesario y que el movimiento de repulsa no se transforme en acción política. La reacción en las redes sociales ha sido la creación de movimientos de solidaridad y denuncia, como el #YoTeCreo, #MeToo, #NiUnaMás, etc. Estos espacios virtuales se han convertido en una comunidad afectiva donde encontrar testimonios que corroboran la ubicuidad del abuso, un archivo creciente de denuncias y una red de solidaridad que puede facilitar movilizaciones y acciones futuras. A estos esfuerzos para visibilizar la violencia machista y el abuso sexual se han sumado mujeres y hombres, demostrando que, desde un feminismo plural y distintos grados de militancia, una parte de la sociedad ha dado un gran paso: reconocer que este problema no pertenece el ámbito de lo privado (no son, como diría alguno, acciones de sádicos aislados), sino que es un problema que se genera y se reproduce dentro de un sistema patriarcal que, por serlo, es fallido. Falla nuestra educación. Fallan nuestras instituciones públicas. Falla la misma ley que rige tanto nuestras vidas privadas como las políticas ciudadanas.

En contraste con estas iniciativas que exponen sin tapujos la necesidad de un cambio radical en la educación y las instituciones para conseguir una verdadera igualdad entre hombres y mujeres, en los últimos meses algunos medios de comunicación han expuesto la parte más escabrosa de estos sucesos, explotando comercialmente el escándalo. Según el periódico ABC, la audiencia de los programas televisivos matinales en los que se ha seguido con detalle y buena dosis de tertulianos el juicio a «La Manada» ha aumentado significativamente. El escándalo provoca ruido, aspaviento, indignación. Invita a contemplar, desde la comodidad del sofá, el horror o la injusticia como si todo eso no fuera responsabilidad propia, como si las acciones de «La Manada», las denuncias de las actrices de Hollywood contra Harvey Weinstein, o el relato de abuso de Leticia Dolera, fueran sucesos ajenos a lo que pasa cada día en nuestros barrios, nuestros trabajos, nuestras escuelas, detrás de los muros de nuestros hogares. El escándalo es la coartada de los hipócritas. Porque, ¿cuántas veces, entre risas, se dice que una mujer ha llegado a un puesto de poder porque se ha arrodillado muchas veces, y no precisamente para rezar?, ¿cuántas eso de que «si no quieren que las violen, que no se vistan como putas»?, ¿cuántas el chiste zafio de «cuando dicen no, realmente están diciendo que sí»? Nos echamos las manos a la cabeza ante hechos que repetidos ad nauseam se han convertido en parte de nuestro «acervo popular». Escandalizarse ya no cuela. Lo que mantiene a una mayoría pegada a las televisiones mientras destripan la vida de una víctima es puro morbo. Tal vez algunos se indignarán sinceramente, pero la indignación -lo hemos comprobado ya demasiadas veces- tiene poca mecha. Es el estallido necesario, pero los que se mantienen en la lucha son los que transforman su indignación en acción.

Así que, si queremos intervenir en la transformación de la vida política e institucional, si queremos imaginar un futuro de igualdad real, no nos podemos dejar engatusar por el espejismo del escándalo. Los medios de comunicación deben asumir que ellos también son parte del problema, que siguen «educando» a la ciudadanía en la aceptación del patriarcado como único sistema ideológico, político y social posible y que presentan esos sucesos como eventos extraordinarios cuando, por desgracia, no lo son. Y con todo esto perpetúan el abuso y la violencia contra la mujer. Dejemos el escándalo para los moralistas trasnochados. Ha llegado el tiempo de la exigencia y de la acción: revisión total de nuestro sistema educativo empezando por la educación sexual; compromiso por parte del Estado de destinar más presupuesto para luchar contra la violencia machista; revisión de las leyes de maltrato, y un largo etcétera. Necesitaríamos un Pacto de Estado para una reforma constitucional en la que se establecieran claramente derechos fundamentales de la mujer (a una vida sin violencia machista, a derechos sexuales y reproductivos, a la conciliación, a la participación en paridad en instituciones, etc.).

En definitiva, un cambio político e institucional desde una óptica feminista, que es la única posible si realmente creemos en la igualdad entre hombres y mujeres.

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