Desde el autobús
Escribía Juan Tallón que «a la columna de un periódico nunca está de más llegar desde el bar». Yo, desde un bar, sólo soy capaz ... de llegar hasta mi casa. Y malamente, la mayoría de las veces. A las columnas, como al trabajo, suelo llegar desde el autobús, que cada una tiene sus clásicos. Más que clásicos, viejos: gran parte de los pasajeros son abuelos que suben el escalón quejándose de lo que les duele la rodilla. A trompicones se sientan, suspiran y empiezan a hablar al tendido buscando público. «Es que me falla más la pierna que una escopeta de perdigones», sueltan. Si nadie les contesta, insisten: «Y nada, que no se me pasa». Y siguen contando sus plepas hasta que alguien recoge el guante: «Pues yo tengo este brazo que no puedo ni echarlo para atrás para abrocharme el sujetador».
A partir de ahí, comienzan a compartir en voz alta, altísima, sus dolencias y pesares. Y cuentan su vida en verso, y pegan la hebra, y pasan del consultorio médico a la conversación meteorológica, y del tiempo a sus hijos, y de sus hijos a sus nietos. Y se duelen de que su mayor se haya quedado en el paro con los dos críos estudiando todavía, ya ve usted qué panorama, y de que la pensión no les da para vivir, y de que intentan tirar para adelante pero no hay manera, y de que toda la vida trabajando como un mulo para esto.
Han sido los abuelos del autobús los que han ido a manifestarse a Madrid. Con sus zapatillas desgastadas, con sus congojas y con sus años de trabajo a las espaldas pero, sobre todo, con su dignidad. Lo que no sé es si, más allá de la campaña electoral, les harán caso los que llegan a la política desde el coche oficial. De vez en cuando, no estaría de más que llegaran desde el autobús.
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