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Aura

Donde nace el viento ·

San Isidro fue labrador. Pero ese mundo desapareció hace tiempo. La gente fue a la ciudad y se perdió el hilo que une a las generaciones

felipe juaristi

Sábado, 19 de mayo 2018, 08:50

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Ha pasado la fiesta de Isidro, patrón de la capital. Todavía la gente se reúne en la pradera del santo, que, en una ciudad como Madrid, no deja de ser curioso. Viniendo por la carretera del Norte, se vislumbra desde lejos la línea que los rascacielos van dibujando y se siente esa nube que acompaña a toda ciudad, como mancha moderna. Nunca he sabido por qué a los santos se les dibujaba en los libros antiguos con esa orla luminosa, como rodeados de un sol matutino, recién levantado de su lecho. Creo que la costumbre está en desuso; los santos apenas influyen en nuestras vidas, pero siguen marcando el calendario festivo. Será que nos aferramos a la tradición, aunque inconscientemente temamos que haya fuerzas, tendencias y actitudes en la naturaleza, difíciles de entenderse desde el método racional, que es el nuestro.

El campo está verde en Castilla y en todas partes. Los torrentes bajan de las fuentes cargados de agua; la niebla que en algunos puntos es densa, como la de la ciudad, viene cargada de pureza; los valles se abren a la luz y adquieren un tono intensamente alegre. Ha quedado atrás la melancolía de los tiempos grises, la lucha con la oscuridad, que es la lucha eterna de los seres, se vista como se vista. El cielo adquiere un color claro, el color de la infancia, como acertó Machado en su último poema, antes del destierro y la muerte: fundido a negro. Contrasta con la decadencia de los pueblos, asomados con timidez a la carretera, donde no se ve un atisbo de vida, porque no existe o está recogida, como las grandes cosas: los sueños y eso.

San Isidro fue labrador. Todavía quedan quienes ejercen esa labor. De lo contrario, el campo sería yermo; nadie cosecharía el trigo, la cebada o la colza; nadie varearía los olivos y recogería las aceitunas.

Pero tengo la impresión de que ese mundo hace tiempo que desapareció. La gente marchó a la ciudad y se perdió el hilo que une a las generaciones. Quienes quedaron se sienten solos. Un silencio enorme los envuelve, como corona, como halo, como circulo invisible.

Madrid es ruidosa, pero celebra el día del santo, en sus aspectos más llamativos. Se comen las rosquillas, los niños y niñas se visten de manera clásica, cubren sus cabezas con gorras y pañuelos coloreados. Y en algún lugar suena un organillo, y hay parejas que bailan el chotis, los que saben llevar ese ritmo. Pero la mayoría, creo, está ya en otra parte, con otra música, sin aura sobre sus cabezas.

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