No cabía lugar más idóneo que el convento de Santa Teresa, alzado sobre el de Santa Clara, hoy sede del KMK, para presentar nuestro libro. ... Cuatro siglos atrás, su protagonista, Catalina de Erauso, cruzaba las puertas de otro convento de la misma orden, en Perú, tras revelar por primera vez su identidad. No la verdadera, sino la oculta: «Soy mujer».
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Así entró en la leyenda aquella Monja Alférez que nunca pasó de novicia. Y que sólo fue mujer a su pesar. Desde que se evadió de otro convento en su adolescencia, el de las dominicas, donde hoy se alza el palacio de Miramar, llevó la vida de un hombre de guerra, vistió como tal sin que nadie advirtiera su condición, sedujo doncellas, dejó una docena de cadáveres en sus duelos, incluido el de su hermano. Y pese a todo ello, en un tiempo en que la homosexualidad se castigaba con la hoguera, fue colmada de honores por el rey Planeta y recibida en apoteosis por el Papa, hasta consagrarse como un mito viviente en la Europa del XVII.
Hablamos de la donostiarra más universal de la historia. Inmortalizada por autores como Thomas de Quincey, interpretada en el cine por divas como María Félix, convertida el icono del World Gay Pride en 2017. ¿Cómo se explica tan largo olvido en su ciudad natal?
La pregunta nos interpela a todos. Hoy, a nuestra generación. Urgía reinterpretar su relevancia. De entrada, evitando someterla a un análisis retrospectivo como si fuera nuestra contemporánea. No lo fue en absoluto. Pero, ¿qué fue entonces? Un transexual avant la lettre.
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Sin saber quién era, buscándose a sí mismo del viejo mundo al nuevo, hizo suyo el santo y seña de Don Quijote: «Yo soy quien soy». Única, o único, en su género. Y en todos los géneros. Siempre sola, o solo, hasta su muerte.
En su tiempo la reverenciaron como a una suerte de andrógino nimbado por el aura de lo sobrenatural. De ahí su celebridad. Una vez que decaen los honores, regresa a México para llevar la vida de un arriero. Y así muere en los altos de Orizaba, entre dos volcanes. Uno de ellos consagrado, precisamente, a una virgen guerrera indígena, Nahuani.
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Curiosas simetrías de la historia. Nació en una ciudad advocada al santo cuya iconografía roza la homosexualidad, san Sebastián, el único al que se consiente representar casi desnudo. Pero fue ella quien abrió una brecha de visibilidad para los diferentes sin ser abanderada de causa alguna, salvo la suya personal. Catalina de Erauso, pasión y gloria. La que merece, la que le debemos.
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