Europa, no nos dé la espalda
La ofensiva de Trump contra la educación se ceba en los centros más renombrados, para alinearlos con su batalla ideológica
Alison Posey
Investigadora posdoctoral en la Universidad de Duke, Carolina del Norte
Viernes, 20 de junio 2025, 02:00
Desde hace seis meses, al llegar al trabajo, me recibe el mismo espectáculo desolador: rostros solemnes, miradas bajas. Los colegas hablan en susurros. El miedo ... es palpable. No, no trabajo en un cementerio, aunque lo parezca. Soy investigadora en la Universidad de Duke, una de las 60 que están bajo investigación del Gobierno de Donald Trump. No se trata solo de que su asalto a las universidades estadounidenses carezca de precedentes en la historia del país, sino de que nos describe como enemigos. Ha lanzado una ofensiva nuclear contra la educación, en apenas seis meses ha reducido drásticamente la financiación federal para investigaciones que salvan vidas, como las vinculadas al cáncer, las vacunas o el cambio climático.
Ha desmantelado programas universitarios diseñados para aumentar la representación de minorías en campos como los negocios y aquellos que ofrecen recursos a estudiantes que enfrentan prejuicios por motivos de raza, género o identidad sexual. Incluso ha llegado a intentar cerrar el Departamento de Educación, la entidad reguladora nacional de los préstamos estudiantiles. Todo ello, según su responsable, la exmagnate de la lucha libre Linda McMahon, busca «acabar con los trámites burocráticos». Claro está, no puede tramitarse nada si lo que se pretende tramitar ha sido eliminado.
En Duke nos enfrentamos a una ola de despedidas y un déficit presupuestario de 200 millones de dólares, equivalente al presupuesto autonómico de Andalucía en 2023. Los recursos del profesorado se han recortado drásticamente y los proyectos de investigación –los mismos que han colocado a Duke entre las 30 mejores universidades del mundo– están bajo asedio.
La ansiedad no se limita solo al profesorado: se extiende como una onda expansiva al resto de la comunidad académica. A medida que se desvanece la financiación para apoyarlos, la universidad ha reducido drásticamente el número de estudiantes de doctorado admitidos, por no hablar de los alumnos en Duke a quienes se les ha revocado el visado sin previo aviso. Los laboratorios universitarios, que tradicionalmente contratan a estudiantes como pasantes, están cerrando, lo que deja a muchos sin las oportunidades de formación y empleo que los llevaron originalmente a Duke, universidad asociada a 16 premios Nobel de Medicina, Química, Física y Economía.
Duke no es un caso aislado. La ofensiva del Gobierno se ha cebado especialmente con sus centros más renombrados. Princeton, donde el filólogo Américo Castro enseñó durante más de una década; Harvard, alma máter de JFK, Barack Obama y Bill Gates; y la Universidad de Columbia. Esta última, en particular, ha sido señalada por Trump, quien ha amenazado con retener 400 millones de dólares para obligar a la institución a alinearse con su batalla ideológica contra el antisemitismo, además de arrestar y encarcelar a docenas de sus estudiantes internacionales. Estos arrestos vulneran no solo el debido proceso, sino también el derecho a la libertad de expresión, consagrado en la Primera Enmienda de la Constitución de EE UU.
Ante nuestra situación, en Europa las reacciones son dispares. Se habla de ofrecer refugio académico a los investigadores estadounidenses. En los Países Bajos han creado más de treinta plazas posdoctorales para científicos de EE UU que trabajan en clima, sostenibilidad, medicina y ciencias políticas. Pero para el resto de nosotros –en particular los humanistas– el camino a seguir, o la salida del frente no está tan claro. Me incluyo: soy doctora en filología castellana. Según McMahon y Trump, las investigaciones que mis colegas –muchos de ellos españoles que llevan décadas en las instituciones estadounidenses más prestigiosas– y yo llevamos a cabo constituyen un ataque a la libertad.
Estudiar temas como la identidad, la inmigración, el género o la raza, y contribuir así a comprender este mundo cada vez más diverso, equivale, a sus ojos, a una insurrección mucho peor que la del Capitolio de 2021. Así que, en nombre de una educación más «libre», se propone restringir la libertad de expresión y de investigación. ¿Quién mejor que una exmagnate de la lucha libre para decidir qué entendemos por libertad?
También en Europa hay indignación y, cada vez más, un cierto regusto de 'schadenfreude'. Esa palabra alemana que define el placer derivado de la desgracia ajena aparece en editoriales como «Aprovechar la autodestrucción de los EE UU de Trump». Y lo entiendo. Los españoles, como los demás europeos, han sido arrastrados –contra su voluntad y con violencia– a una guerra que nadie desea: una guerra de aranceles, visados e ideologías. Pero mientras ustedes leen sobre nuestra destrucción desde la distancia, yo la padezco en carne propia. Por eso, solo tengo una petición para los europeos. Está claro que Trump está perjudicando al mundo. Critiquen lo que deban, exijan lo que consideren justo, pero no nos den la espalda ahora. No sobreviviremos.
Alison Posey recibió su doctorado en filología hispánica en 2021 en la Universidad de Virginia.
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