
Más tonto que un lápiz
Alex Laskurain
Economista de Norgestión
Domingo, 4 de mayo 2025, 02:00
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Alex Laskurain
Economista de Norgestión
Domingo, 4 de mayo 2025, 02:00
Quién hace un lápiz? La pregunta me vino a la cabeza mientras paseaba sin prisa por las calles del centro y me detuve frente al ... escaparate de la papelería más antigua de mi ciudad. Allí, entre vitrinas que exhibían distintos artículos de escritura, brillando bajo la luz de la tarde, destacaba un sencillo lápiz amarillo. No pude evitar sonreír. Recordé entonces el ensayo 'Yo, el lápiz', escrito hace más de sesenta años por el célebre economista estadounidense Leonard Read.
Ese humilde objeto, que parece tan simple, en realidad resulta ser un excelente ejemplo del fruto de una colaboración global: madera de cedro procedente de los bosques de Oregón o de plantaciones en Indonesia, grafito extraído de minas en China o Brasil, goma obtenida del caucho de Malasia, aluminio fundido en Canadá y un ensamblaje final en fábricas de Vietnam o México. Fabricarlo exige coordinar recursos, talentos, tecnologías y esfuerzos dispersos por todo el mundo, atravesando océanos y fronteras.
Esta reflexión me llevó a pensar en cómo, pese a esta interdependencia evidente, hoy proliferan políticas que parecen ignorarla. Donald Trump, en su regreso al escenario político, ha reactivado una batería de aranceles sobre productos extranjeros —acero, electrónica, alimentos, textiles— bajo el viejo lema «Make America Great Again». La narrativa promete proteger empleos e industrias locales frente a la competencia externa. Pero la realidad es que los aranceles encarecen insumos, elevan el costo de los productos finales y terminan golpeando directamente el bolsillo del consumidor.
El economista Paul Krugman, en una de sus acertadas reflexiones, lo sintetizó con una frase provocadora pero cierta: el beneficio real del comercio llega a través de las importaciones, no de las exportaciones. Aunque pueda parecer contraintuitivo, lo que Krugman quiere decir es que las importaciones permiten a un país acceder a bienes y servicios que no podría producir de manera eficiente, liberando recursos para especializarse en lo que mejor sabe hacer. Así, el comercio no solo enriquece la variedad disponible, sino que impulsa la productividad general.
La historia ofrece lecciones claras. En los años treinta, en plena crisis, el Congreso estadounidense aprobó la famosa ley Smoot-Hawley, que elevó drásticamente los aranceles para proteger la economía local. El resultado fue desastroso: represalias de otros países, colapso del comercio internacional y profundización de la Gran Depresión. El proteccionismo, aunque bien intencionado, rara vez genera los efectos deseados. Economistas como Ludwig von Mises y Friedrich Hayek alertaron desde entonces sobre los peligros de interferir en el libre flujo de bienes y servicios: los mercados, cuando funcionan sin trabas, tienden a asignar mejor los recursos y a generar mayor prosperidad para todos.
La verdadera lección que enseña el humilde lápiz es que la riqueza de las naciones no se construye aislándose, sino cooperando. Cada objeto que damos por sentado es el resultado de cadenas globales absolutamente interdependientes de conocimiento, especialización y esfuerzo. Romper esas cadenas no fortalece la soberanía, la debilita. Levantar muros comerciales es como intentar borrar las líneas de una red que nos sostiene.
Nada se produce en soledad. Todo lo que consumimos —desde la ropa que vestimos hasta la tecnología que usamos— es fruto de una red compleja de países, empresas y personas que trabajan juntas, aunque estén separadas por océanos.
Al final de mi paseo, mientras el sol reflejaba mi imagen en el cristal del escaparate, me vi enfrentado a mí mismo. En esa imagen fugaz recordé otro episodio reciente: la decisión de 2024 de la Unión Europea de imponer aranceles superiores al 30% a los automóviles eléctricos importados de China. Una medida que, curiosamente, parece replicar, al amparo de banderas de competencia desleal, la lógica que tanto se critica ahora en el proteccionismo estadounidense.
¿No estaremos cayendo en la misma hipocresía que decimos combatir? ¿No será que, al proteger pérdida competitiva en determinados sectores bajo discursos patrióticos, terminamos perjudicando a los consumidores y comprometiendo nuestro futuro?
Competir mejor no significa producir todo en casa, sino hacerlo mejor allí donde tengamos ventajas, aprendiendo a colaborar e integrar nuestro talento en esa vasta red global que mueve el mundo moderno.
Si de verdad queremos escribir un futuro distinto, más nos valdría mirarnos al espejo con honestidad, reconocer nuestras contradicciones, afilar el lápiz... y también nuestra conciencia colectiva.
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