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En España, la falta de autoestima colectiva se combate con relatos hiperbólicos, por lo tanto, lo acontecido el lunes se lee en clave de «exhibición ... de civismo» en la modalidad de unas horas sin luz. Ítem más: el arrebato nostálgico que acompaña a cualquier contratiempo, leve o grave, se manifestó esta vez en forma de loas a la recuperación de la atávica tradición de charlar con los vecinos, a visitar a la abuela, al fluir del tráfico rodado cuando no funcionan los semáforos y al viejo transistor del Carrusel Deportivo. Es más sencillo estar a favor de la autodeterminación de los pueblos que tomar decisiones en primera persona del singular. En este relato, el gran villano es el móvil. Todo esto no impidió que los mismos heraldos del retorno al feliz pasado emitieran otros mensajes contradictorios, del tipo «recordad que en la Cañada Real llevan viviendo así cuatro años», con el estribillo de «sólo el pueblo salva al pueblo».
Relativamente. La España que por ciento, si no por miles, viajó en vehículos particulares a la frontera polaca para recoger a refugiados ucranianos no compareció en las estaciones de tren abiertas como albergues para llevarse a casa a algún viajero desamparado que allí pasó la noche.
Si cada adversidad colectiva reabre el debate en torno a si el ser humano es bueno o malo por naturaleza es porque estamos ante un caso abierto. Lo habitual es que una cosa y la otra dependan del momento. El complicado hallar alijos humanos de bondad o maldad en estado puro y sin cortar con otras sustancias. La luz volvió el mismo lunes. Un segundo día de apagón, sin gasolina, ni nevera, ni conexión a internet, nos hubieran permitido explorar los límites del «comportamiento cívico».
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