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editorial

La mayor desigualdad

Las mujeres seguimos obligadas a redoblar esfuerzos, méritos, sacrificios y demostraciones para hacernos un hueco en el mundo de los hombres. El camino hacia la igualdad es extremadamente lento, y no por casualidad.

PPLL

Miércoles, 8 de marzo 2017, 07:06

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El 8 de marzo de cada año nos homenajea a las mujeres, dado que todas nosotras somos trabajadoras. Aunque la fecha se queda en nada porque los otros 364 días discurren como si festejaran el dominio de los hombres. Disfrutamos la jornada de hoy durante unas pocas horas, en el mejor de los casos, para retornar a una realidad esquiva a nuestros derechos y anhelos. A la búsqueda cotidiana de instantes de realización personal, de autoestima e incluso de felicidad. La igualdad sigue siendo una utopía a la que aspiramos sin desesperación. Hasta con un sentido realista del que se aprovechan los hombres. El escalofriante dato de que diecisiete mujeres han sido asesinadas en lo que va de año genera efectos ambivalentes. Provoca un estupor general y compartido, pero también contribuye a abonar la percepción de que todas las demás hemos quedado a salvo de la injusticia extrema. Como si el mal mayor dejase en muy poca cosa el ostracismo y la postración a la que estamos condenadas, en un grado u otro, todas las mujeres. Celebramos el 8 de marzo, pero no lo podemos hacer perdiendo la consciencia sobre nuestra situación. El camino hacia la igualdad está resultando extremadamente lento, y no por casualidad. Las mujeres seguimos obligadas a redoblar esfuerzos, méritos, demostraciones y sacrificios para hacernos un hueco en un mundo de hombres. Tanto a nivel profesional como en cuanto al rol que nos toca en el sorteo de la conciliación. Muchas jóvenes son víctimas del abuso silente como peaje para formar parte del grupo. La feminización de la pobreza, las inexplicables diferencias en el sueldo, en las posibilidades de promoción y, finalmente, en las pensiones de jubilación conforman un paisaje ineludible como si las cosas no pudieran ser de otra manera a causa de la fatalidad natural. Muchos hombres no se sienten interpelados ni siquiera a ceder una porción del terreno que ocupan desde que nacen como si ese fuese su destino. Desde luego no se percatan de la carga de misoginia que encierra su conducta, de las muestras de micromachismo que constantemente presentan sus actos y sus palabras. Todo lo contrario, tienden a transferirnos su propia inseguridad, para que desistamos de reclamar lo justo, para que no perturbemos el orden de lo establecido. Es este un relato para pocas celebraciones. Pero es imprescindible denunciar lo evidente ahora que algunos hombres de poder se están atreviendo a reivindicar la involución.

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