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Las 10 noticias clave de la jornada

En los pronombres

santiago aizarna

Martes, 12 de julio 2016, 06:57

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Aunque las revoluciones, en ocasiones, tardan en producirse, pasa que, en otras, y acaso las de más acabada trayectoria y perfil, brotan tan de golpe como esos hongos que aprovechan no se sabe qué venturosa ocasión nocturna para que su eclosión se produzca. Lo digo ahora, recogiendo el reto del mundo deportivo y acordándome de tipos como aquel un tal Dick Fosbury que, en los Juegos Olímpicos (JJ OO) de México 1968, utilizó una nueva técnica en el salto de altura que, posteriormente, nadie, ningún otro saltador de prestigio, ha osado no usarlo.

Di en recordar una de estas mañanas, esta innovación o revolución viendo en la prensa cómo un valiente corredor ciclista, en una etapa que será recordada diríase que para los restos, le daba la vuelta a los procedimientos campeoniles usuales del ciclismo que estaban en las etapas contra-reloj y en las de las montañas, pudiéndose contar, desde ahora, desde este novedoso corredor, Chris Froome, con las de las bajadas. Y ceso de contar otras historias deportivas de parecido sesgo porque son muchas y enderezo este artículo hacia otros temas como pudieran ser el de los edificios donostiarras, envueltos, diría yo, muchas veces en discusiones ciudadanas. Y, si a hablar de ese tema he de atreverme qué mejor que dejarme zambullir en rimas, poemas y versos de los que me ví asaeteado en mi edad juvenil sobre todo, que es cuando la memoria lo recoge todo con tal garra que para siempre serán ya inolvidables.

Para hacer bueno el título de este breve texto, que gran suerte, digo, la de don Pedro Salinas, fino poeta del 27, experto en férvidas odas amatorias, quien a la hora de definirse en su más preclara pasión, nos dejó dicho que «Para vivir no quiero /islas, palacios, torres./ ¡Qué alegría más alta:/ vivir en los pronombres!». Una feliz combinación de hexasílabos que armonizan un amor de calidad envuelto en papel de regalías, no en vano fue habitante de las Islas solitarias, eximio escanciador de loas espirituales de la más honda caverna humana como es la del corazón humano enamorado.

De muy distinto corte son los endecasílabos de otro gran enamorado romántico que si nos dice que «casas, palacios, campos y jardines /todo es hermoso y refulgente allí», es que está dando normas a los posibles invasores cosacos con ¡hurras! de bienvenida, olvidándose de momento de sus cantos a su inolvidable Teresa: «manantial de purísima limpieza» en su primer conocimiento; «torrente de color sombrío rompiendo entre peñascos y maleza» más tarde; y «estanque de aguas corrompidas entre fétido fango detenidas» al final; que es esa la ruta ultramontana de la vida, el despeñamiento de la angélica juventud en los calcinados desiertos de la vejez.

He recordado muchas veces ése su desasimiento arquitectónico de Salinas ¿y quién no viviendo en esta ciudad que tantas veces al espejo se mira sobre todo cuando tropezamos con esa piedra de toque que tiene la virtud de soliviantar los ánimos de parte de la ciudadanía; de ésa, sobre todo, que alardea de buen gusto y cree que esos edificios que a su ciudad, a las calles y lugares que conforman su ciudad, les proporciona elegancia, y como flecos y adornos blasonados de prosapia, les pertenece, aún mucho más cuando además de su buen y sobresaliente aspecto, en sus planos de construcción se ven lucir grandes y famosas firmas.

Acaso es verdad que sea así como esa ciudadanía piensa: algo como un efecto astigmático de ojos caudales como los contara o cantara un tal Quevedo y Villegas que escribía que: «Si mis párpados, Lisi, labios fueran,/ besos fueran los rayos visuales/ de mis ojos, que al sol miran caudales/ águilas, y besaran más que vieran», que es así como vamos apropiándonos de lo que al paso vamos viendo, un robo con perdón incluido, puesto que para todos lucen en nuestras calles tales obras maestras.

Y, en cuanto a quedarse recordando al San Sebastián de ayer comparado con el de hoy y extendiendo ese memorándum al posible adivinado futuro, si la naturaleza nos hubiera provisto de la vena poética de Rodrigo Caro, estaríamos en trance de escribir alguna elegía como el utrerano escribió como Canción a las ruinas de Itálica.

Soltados que han sido, así, un tanto a bocajarro, los manares poéticos que, a mi memoria, tan raquítica ya, han irrigado, a fuer de que tengo ya la sensación de que está atravesando esta ciudad uno de sus más bullentes períodos constructivos, no puedo evitar que recuerde a algunos de aquellos emblemáticos edificios, que hubo a lo largo del tiempo, y creo entender que no a todos se les dieron las honras que merecían bien sea contando o no con el beneplácito ciudadano, que si me pusiera a contar de aquellas torres que fueron deshechas piedra a piedra para, en otro lugar, volver a montarlas, también podría contar la de aquellas dos hermanas que desde la altura nos contemplaban, y nos costó mucho tiempo el acostumbrarnos a contemplarla así, en la altura, a una sola, algo a la manera de si un trasgo horrendo, un ogro de vientos y furias se la hubiera tragado a la otra sin dejar rastro.

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